martes, 26 de julio de 2011

La batalla de los próceres

Artigas se hallaba sobre su caballo, inmóvil, mirando a la lejanía desde la Plaza Independencia. Oía lo que los transeúntes decían al pasar. Y cada una de sus réplicas –de a pie o no- diseminadas por el resto de la república, también escuchaban a la gente.
Así, se enteró de la situación que vivía el país, de la crisis profunda en que estaba sumida su gente, escuchó las quejas día tras día, oyó el llanto de quienes veían partir a sus seres queridos rumbo a otras tierras, vio dormir a sus pies –envueltos entre frazadas viejas – a mendigos que nadie auxiliaba y también contempló –en absoluto silencio- los homenajes que se le rendían por parte de las autoridades, que luego partían prestas, en sus coches caros para rápidamente olvidarse de las ideas del prócer. Artigas, conoció entonces, las más tristes noticias sobre su tierra querida. Y de vez en cuando de su rostro se derramaban grandes lágrimas, que la gente confundía con gotas de rocío condensadas sobre el bronce.
Un día, consideró que ya era suficiente de ver como la patria que él ayudó a crear se debatía en la agonía, ante las potencias extranjeras que ávidas como buitres se cernían listos para devorarla. Juntó su alma que estaba repartida en cada una de las estatuas que lo inmortalizaban y partió en su caballo por el centro de la plaza para luego tomar 18 de Julio. Al ver esto, los demás monumentos que se hallaban en los alrededores se le sumaron. Algo grave debía ocurrir para que el General volviera a galopar, pensaban. Y en plena avenida se fueron reuniendo los jinetes de El Entrevero, el Gaucho, el David y la señora a la que todos llaman: la estatua de La Libertad. El General Artigas debatió unos segundos con ellos. Estaban todos de acuerdo: la Patria los necesitaba de nuevo.
Los de a caballo salieron en distintas direcciones para avisar a los demás y realizar una asamblea urgente. En la Plaza Cagancha quedaron El David y la mujer esperando a los demás.
Peatones y automovilistas que pasaban por allí, al ver a esas grandes moles en pleno movimiento, se asustaron pero luego comprendieron lo que ocurría. Muchos se detuvieron. En poco rato había una gran muchedumbre en la plaza.
El David y la mujer de la Libertad hablaban con los ciudadanos y les preguntaban si lo que decía el General era cierto. Todos los humanos lo confirmaban. El país estaba en peligro de desaparecer.
A un transeúnte que vestía traje fino y llevaba portafolio se le ocurrió decirles por qué no les avisaban a los demás por celular.
-¿Celular? –inquirió El David desconcertado- ¿qué es eso?
-Un teléfono portátil –respondió el transeúnte – no sabe lo prácticos que son, aunque sale un poco caro mantenerlos en esta época.
-¡Ah! –dijo El David –creo que sí. He visto a algunos humanos usarlos cuando vienen a la Intendencia. Pero no creo que los demás próceres sepan hacerlos funcionar. No son de nuestra época.
-Sí, es cierto –replicó el hombre –no se me había ocurrido. De todas formas yo puedo llamar a algunas personas que conozco para que le avisen a cuantos puedan venir.
Todos asintieron. El hombre se puso a llamar a uno y a otro sin parar, mientras El David lo miraba curioso. Luego de unos minutos, le dijo al hombre:
-Estéee… ¿no me dejaría usarlo un ratito?
-Sí, como no. ¿Sabe lo que tiene que hacer –le preguntó el hombre con cierto recelo, no me lo vaya a romper-.
El David tomó entre sus manos el celular, con sumo cuidado –quedaba perdido entre sus manos enormes-. Miró al transeúnte y le volvió a preguntar:
-¿Qué botón oprimo primero?
El hombre le explicó y le extendió una birome para que digitara los números con ella, porque los dedos del David eran demasiado grandes para esas teclas.

Estaban en eso cuando volvió El Gaucho con una legión de personas subidas a La Carreta. Otros se acercaban a pie.
En poco rato la plaza estaba cortada y la gente continuaba arrimándose.
En eso llegó Artigas con una cantidad enorme de monumentos detrás: Batlle y Ordóñez, Herrera, Oribe, Suárez, Lavalleja, Saravia, Rivera; hasta San Martín se había plegado.
Artigas tomó la palabra. Todos hicieron silencio.
-Damas y caballeros, he decidido reunirlos para realizar una asamblea de carácter urgente ante la situación que vive el Uruguay. Me alegro mucho de ver tantos rostros conocidos pero más me alegro de ver a las personas que viven hoy aquí, que se han acercado a nosotros, los próceres. Si no he escuchado mal, el país está pasando por el peor momento de su historia desde que se independizó y corre el riesgo de perder su autonomía. Quisiera escucharlos a todos para saber realmente lo que piensan y buscar soluciones para revertir esta situación antes que sea demasiado tarde-.
Todo el mundo se puso a hablar y explicar el sufrimiento y la incertidumbre en que se vivía. De los miles de uruguayos que emigraban buscando un futuro mejor, de la desocupación cada vez mayor y de la enorme cantidad de gente arruinada que apenas si tenía para comer.
Los héroes escuchaban atentamente y asentían. Cada tanto hablaban entre ellos o lanzaban propuestas:
-Debemos lograr que nos escuchen –dijo José Batlle y Ordóñez-; y Herrera, inmediatamente agregó:
-¡Sí, nosotros que hicimos tanto para tener una nación ejemplar! ¡Nos tendrán que escuchar!
-¡Y si no nos escuchan –dijo Saravia en tono iracundo –tomaremos las armas!
-¡Un momento! –terció Artigas –vayamos de a poco, a nosotros nos tienen que escuchar-.
-¡Ojalá! –replicó el hombre del celular –porque a nosotros ya no nos hacen caso. Hemos hecho de todo; marchas, proclamas, huelgas, hasta caceroleadas… y ni nos dan bola.
-¿Caceroleadas? – preguntó divertido Confucio.
-Sí, ¿nunca las escuchó? Salimos con cacerolas y todo lo que pueda hacer ruido a las calles. Pero tampoco resultó.
-¡Ah, sí! – dijo Confucio –yo he escuchado el ruido pero creía que estaban festejando algo-.
-¡Hoy los traidores nos gobiernan! –exclamó una mujer –nos han robado el dinero y quieren entregar el país a manos extranjeras al igual que el resto de la región.
-¿Cómo? –preguntó Lavalleja y varios se sumaron a la pregunta –yo creía que la cosa era con los brasileños.
-No –replicó la señora –Ahora la cosa es más complicada.
-Bueno, no hay problema. Sea con quien sea, nadie nos va a quitar la Independencia que todos firmamos –aseguró Oribe.
-Sí –aprobaron varios.
-Después de todo, echamos a los españoles, a los brasileños y a los ingleses, ¿se acuerdan? –dijo orgulloso Lavalleja –Les echamos aceite hirviendo-.
-Sí, -volvió a replicar la señora –pero ahora no es tan fácil. Ellos manejan computadoras y basta apretar una tecla para que cambie de manos una nación entera-.
-¡Pues, les echaremos el aceite y las balas cuando vengan! –dijo Saravia.
-No creo –agregó el hombre del celular. –El poder que nos aprisiona está muy lejos. Ellos nos pueden tirar con cosas más contundentes.
Es cierto –dijo Batlle -¿nunca oíste hablar de la Segunda Guerra Mundial?

Por largo rato continuaron debatiendo y se manejaron soluciones.
Al fin, Artigas dijo:
- Bueno, ¿quiénes de mis queridos compañeros están dispuestos a jugárselas una vez más? Todos levantaron la mano. Excepto Rivera que dudó unos instantes y al ver a los otros tan decididos también la levantó.
-Yo me uno a ustedes –añadió San Martín –porque sé lo que está pasando aquí y me atrevo a pedirles, que una vez hecho lo que haya que hacer por el Uruguay, me ayuden a convencer a mis hermanos para ayudarlos a salir a flote. Argentina vive la zozobra y el caos desde hace mucho tiempo y temo que desaparezca también.
Todos los héroes asintieron.

Viendo a la muchedumbre que se encontraba en la plaza, la policía quiso intervenir. Se acercaron tratando de dispersar a la gente, ya que no se había autorizado ninguna manifestación para ese día y se estaba entorpeciendo el tránsito.
Al ver a los policías, todos los próceres se cuadraron y en fila avanzaron como un solo hombre hacia ellos. Artigas se adelantó y les explicó lo que pasaba.
-Está bien, general –dijo el que estaba al mando –pero este no es lugar de reunión, traten de no perturbar la paz de los vecinos o tendremos que desalojarlos-.
-¡Dejame este a mí… – dijo Saravia pelando el facón –que yo le bajo los humos!
El General Artigas lo frenó con un brazo. –Tranquilizate viejo –le dijo –ellos sólo cumplen con su función. Hay que guardar la energía para después por si nos tenemos que enfrentar con el enemigo-. Y volviéndose al oficial le dijo en tono amable pero firme: -No se preocupe, no vamos a causar más problemas, aquí ya discutimos lo que teníamos que discutir. Pero adviértale a sus superiores que no queremos represión contra la gente, eso no lo toleraremos.
Los policías se retiraron con cierto recelo. Enfrentarse a esos seres de tanto tamaño amedrentaba un poco.

El David se acercó al General y le mostró el celular que ya usaba como si conociera desde siempre.
-¡Está bueno –añadió –podemos usarlo para comunicarnos entre nosotros y para armar las movilizaciones!
-Es una buena herramienta –contestó el General mientras lo tomaba entre las manos –preguntale al hombre si puede conseguirnos más.
El resto del día, se dedicaron a organizar la movilización. La mayoría de la gente se dispersó, se preparaban para el acto del día siguiente. El Dante junto al hombre del celular y algunos otros llamaban a los conocidos que vivían en los distintos departamentos del interior para que le hicieran saber a los otros monumentos lo que se planeaba.
Cervantes junto al Dante, Varela, Herrera y Batlle se encargaron de redactar la proclama que leerían y luego entregarían a las autoridades.
Artigas y los otros jinetes iban y venían hablando con la gente para que trataran de convencer a la mayor cantidad de ciudadanos posible.
Saravia por su parte intentaba averiguar cuantas armas y municiones había en el país para un posible enfrentamiento.
Y el canillita aprovechó para vocear las noticias.

Al otro día, bien temprano, todos se pusieron en marcha a la Casa de Gobierno. Se debería llegar a un acuerdo con el Presidente que garantizara la independencia de la Patria. Decenas de miles de manifestantes se plegaron con pancartas y bocinas. Trabajadores y desocupados, amas de casa y estudiantes, comerciantes, artistas, empresarios y estancieros. Adelante marchaban a caballo todos los próceres de bronce.
Era un día gris y frío pero en los corazones llevaban la esperanza cobijada.
Acamparon a media cuadra del edificio que ya estaba rodeado por un cordón policial armado. En los alrededores se encontraba un grupo de corresponsales de diversos medios informativos con sus micrófonos y cámaras de televisión listos para detallar todo lo que ocurriese.
Viendo esto, los manifestantes se plantaron delante del monumento a Luis Batlle Berres para leer la proclama que habían redactado.
Se cantó el Himno Nacional con tanta emoción que muchos hasta lloraron. Se gritaron consignas por la Libertad y la Independencia del país y los periodistas aprovecharon para realizar reportajes.
-Los pueblos tienen los gobiernos que se merecen –repetía Varela, molesto. –Sí, yo dije esa frase y aún la sostengo. Por eso ahora debemos terminar con esta política antes que ella termine con nosotros…
Media docena de reporteros intentaban entrevistar a José Batlle y Ordóñez que se hallaba como siempre vestido con su clásico sobretodo:
-Con todo lo que hicimos para desarrollar este país y en lo que lo han convertido… -decía en tono de resignación –Si hasta me da asco que me invoquen cada vez que hay elecciones-.

Otros periodistas se acercaban a los últimos cuatro Charrúas.
-¿Cómo se siente, señor Viamaca Pirú, ahora que ha vuelto al Uruguay?
El indio miró a la lejanía y contestó en un español no muy perfecto:
-Yo nunca me fui de aquí. Aunque antes me sentía como… dividido…ahora sí estoy completo-.

Después de leer la proclama, todos se acercaron para pedir hablar con el Presidente de la República. La policía no los quería dejar pasar. Artigas pidió que enviaran a alguien para mandarle un mensaje al Presidente. Después de largo rato apareció un hombre de saco y corbata con varios guardaespaldas y se llevó el mensaje que le dio el propio “Jefe de los Orientales”.
La gente estaba impaciente. Artigas y los suyos volvieron a enviar una y otra vez, mensajes para que alguien los recibiera. El Presidente nunca apareció. En cambio llegaron varios camiones cargados de policías y escuadrones de coraceros y granaderos dispuestos a desalojar a todos de allí porque en breve llegaría una delegación muy importante, del extranjero.

La muchedumbre ya furiosa comenzó a insultar a los agentes del orden y hasta le tiraron piedras. Los policías con cascos, escudos y palos en sus manos se abalanzaron amenazantes. Viendo esto todos los próceres de a caballo se prepararon para la lucha.
Los policías arremetieron contra las figuras de bronce y comenzaron a repartir golpes con sus bastones a los héroes. Estos avanzaban perfectamente armados y repelían los golpes con facilidad. El repiqueteo de los palos sobre el metal era incesante. Los policías dejaron paso a otros policías que con máscaras comenzaron a lanzar gases lacrimógenos desde lejos. La mayoría de la gente se dispersó temerosa, tosiendo. Pero a los hombres de bronce no les afectaba el gas y continuaron avanzando.
Los jinetes de la policía no podían hacerles frente a semejantes héroes que avanzaban en línea como un solo hombre.
Los caballos de los policías retrocedían relinchando, asustados ante la enormidad de los adversarios y tiraron a sus jinetes al suelo.

Después que la policía se fue y el humo se dispersó, toda la gente comenzó a salir nuevamente de los escondites, con los ojos llorosos. Contenta aplaudían a sus héroes, aunque muchos temían que eso no terminara allí.

El Presidente de la República y sus asesores discutían acaloradamente en un sótano de la Casa de Gobierno. Tendrían que sacar al ejército a la calle para poder disuadir al pueblo, que los tenía verdaderamente sitiados. No podían posponer la reunión con el delegado internacional, tenían que hacer “buena letra” como les exigían desde fuera. ¿Habrían visto las noticias del Uruguay en el exterior? El Presidente había ordenado no difundir la noticia del sitio por televisión. Pero ahora ya no se puede controlar a todos los medios; está Internet y las radios piratas.
Por fin votaron el decreto para llamar a las fuerzas armadas. Pero Artigas que no era tonto y ya se había enterado lo que planeaba el gobierno había mandado traer todos los elementos que pudieran usarse como proyectiles para defenderse de un posible ataque con armas de fuego.
Saravia llegó al mando con una docena de camiones particulares que transportaban los cañones de la época de la colonia, traídos de los museos y la Fortaleza del Cerro. Habían tenido que luchar con los guardias que los custodiaban y que no querían dejar que se los llevaran. Aparicio y los suyos terminaron por atar a los guardias a las sillas y de paso se llevaron algunos mosquetes y carabinas por si las necesitaban.
Los camiones se detuvieron. Con cuidado, entre muchos hombres fueron bajando los cañones, que colocaron apuntando a la Casa de Gobierno, rodeándola y pusieron al lado de cada uno de ellos varias de las pesadas balas de hierro.
Los periodistas que se hallaban metidos entre la muchedumbre informaban hora tras hora cada movimiento de los héroes y también acerca del silencio de las autoridades.
Todo el país se encontraba paralizado.
Alrededor de la Casa de Gobierno el número de personas superaba largamente las cien mil. Se formaron decenas de fogones. Varias manzanas a la redonda estaban atestadas de gente que aprovechaba para matear y discutir. Ante la situación extrema, más de uno llevaba escondidos entre sus ropas, revólveres y navajas, porque no se irían de allí sin una declaración escrita de que la patria no se entregaría a los extranjeros.
De pronto, comenzaron a llegar camiones del ejército repletos de soldados con fusiles en sus manos.
Se hizo un enorme silencio amenazante. Una docena de hombres se preparó para usar los cañones y los apuntaron hacia los soldados.
Artigas en su caballo –secundado por los demás jinetes -se adelantó.
El General habló en tono respetuoso pero inflexible:
-¡No vamos a permitir el derramamiento de sangre de nuestro pueblo, por eso les ordeno como “General de los Pueblos Libres” que he sido nombrado y creo mantener todavía, que si vienen a reprimir, será mejor que se vayan por donde vinieron o de lo contrario tendrán que enfrentarse con nosotros!
El oficial que estaba al mando –un hombre grande y de cara adusta- lo miró y replicó en tono altivo:
-Nosotros juramos defender el orden de esta patria y por lo tanto seguiremos las órdenes que nos fueron dadas. ¡Usted no nos puede mandar a nosotros porque ya es historia! ¡Usted no existe, al igual que sus amigos de bronce! ¡Este es el siglo 21 no el 19, así que le aconsejamos que se vayan antes de que sea demasiado tarde!
-¡No se lo permitiremos! –gritaron algunos de los héroes al unísono. La aprobación de la muchedumbre se escuchó clara y fuerte.
El oficial volvió a hablar, esta vez a los de carne y hueso.
-¡Tienen cinco minutos para emprender la marcha a sus casas! ¡Aquí no pueden quedarse! ¡Los problemas de la patria no se solucionan así!
Mientras el militar hablaba, la gente lo abucheaba y gritaba indignada: ¡Devuélvannos nuestro país!, ¡Basta de dictadura económica! y otras consignas por el estilo.
Tras unos minutos de incertidumbre llegaron más refuerzos. Los soldados se acomodaron en posición de ataque y avanzaron.
-¡Libertad o Muerte! –gritó Lavalleja y arrancó en su caballo hacia los militares.
Nuevamente se escucharon los golpes de los sables. Los disparos de los fusiles rebotaban en el bronce de las estatuas a las que no podían herir. Artigas, Lavalleja, Rivera, Oribe, San Martín, El Gaucho, los jinetes de El Entrevero y muchos más desplegaron sus fuerzas contra el enemigo. Hasta la mujer de la Libertad se había metido a pelear y manejaba al gladio romano con gran habilidad.
El Viejo Pancho, Herrera y algunos más se encargaban de los cañones, disparando alternadamente y con regularidad haciendo repeler los embates de los soldados.
Media docena de helicópteros surcó el cielo y comenzaron a tirar bombas de humo sobre la gente que corría a guarecerse despavorida.
El humo entorpecía el movimiento de las tropas y les complicaba el avance. Entonces, viendo la desleal diferencia de fuerzas militares, El David tuvo la idea salvadora. Se metió entre la gente más veterana y les pidió los tiradores de sus pantalones, los fue atando uno con otro hasta lograr un enorme elástico que amarró a los “cuernos” del monumento a Batlle Berres, mientras el combate continuaba. Viendo esto, varios de los próceres se le unieron, intentando cubrirlo para que pudiera realizar la tarea. El David tomó una de las balas de cañón, la colocó sobre el centro del elástico y tirando con todas sus fuerzas lo soltó logrando asestar la pesada bala en medio de la máquina voladora que se precipitó al suelo sin remedio. La horrorosa explosión hizo temblar el edificio haciendo estallar los vidrios de sus ventanas…


Me desperté sobresaltado. Temblaba y sudaba copiosamente y el corazón me golpeaba como si quisiera salírseme del pecho. Me senté en la cama, despacio. La luz del sol se filtraba a través de la persiana. Todo estaba en calma. Me levanté, fui al baño y me lavé la cara. Todavía giraban en mi cabeza las imágenes de la pesadilla. Pero poco a poco me fui tranquilizando.
Me acerqué a la ventana del dormitorio, abrí las persianas y salí al balcón. El brillo del sol me dio de lleno en la cara, cegándome por unos instantes. La brisa salobre que venía del mar me envolvió. El ruido del tráfico se escuchaba mezclado junto al arrullo de las palomas que tenían sus nidos en el edificio. Desde allí, el séptimo piso del Palacio Salvo, contemplé la Plaza Independencia que aparecía iluminada por el sol del mediodía. Alguna gente caminaba o descansaba en sus bancos y en medio de la plaza vi la estatua del prócer que se alzaba majestuosa. La miré divertido recordando el sueño que había tenido y entonces sentí un escalofrío que me corrió por la espalda cuando creí ver que por el rostro de Artigas resbalaban un par de lágrimas.

Gerardo Alvarez Benavente - Oct/Nov -2002
Publicado en el libro: "La vida al mango" - 2003 

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