domingo, 11 de septiembre de 2011

La trilogía de los próceres

Próceres o el Conflicto

La situación era insostenible –pensaba El David, estático, encima del pedestal-El Gaucho, que estaba enfrente, no soportaba más el ruido de los automóviles. Se miraron resignados. Los niños les pintaban leyendas en sus bases. ¡Era demasiado! Estaban en invierno y el frío hacía tiritar al pobre David que intentaba abrigarse pero no tenía nada con que cubrirse. Una noche en que había menos de cero grado no aguantó más y se bajó del pedestal. Ya no le importaba si la gente se asustaba por su ausencia. Se refugió bajo el túnel de la Intendencia y se acostó a dormir. Dos borrachos que estaban también allí se codearon:
-Un hombre desnudo –dijo uno de ellos en voz baja -¿no se parece a ese que siempre estaba en la Intendencia?
El otro lo miró y exclamó:
-¡Creo que se nos fue la mano con el vino!
El David se desperezó y vio que el día comenzaba a clarear. Se envolvió en una manta que debió ser de alguno de los bichicomes que pasaban la noche allí y salió a estirar las piernas. Al pasar por donde se encontraba El Gaucho, éste lo detuvo.
-¿Qué estás haciendo David, te saliste del monumento?
-Me estaba dando frío y además me cansé de ser la atracción de las palomas y los gurises traviesos. Quienes deberían admirarme están muy ocupados pensando en lo que tienen que pagar de impuestos para prestarme atención.
-¡Es cierto! –exclamó El Gaucho- yo también estoy cansado de estar acá arriba. ¿Por qué no convocamos a los demás a una asamblea y después nos juntamos en la Explanada para hacer unos reclamos?
-Sí, está bien – dijo El David- yo voy a pegar una vuelta a ver si consigo reunir a los demás-.
El Gaucho hizo un gesto con la mano en alto en dirección de la Plaza Independencia. El General la divisó y con algo de duda respondió con otro ademán. Al ver que el otro le seguía haciendo señas como de que fuera, miró a su caballo –que estaba ansioso de galopar- y gritó ¡Arre! El caballo levantó sus dos patas delanteras, pegó un relincho que cortó el alba como un cuchillo y salió a toda velocidad por la plaza. La gente que estaba sentada en los bancos miraba y no podía creer lo que veía. El General con el brazo en alto dirigía a su dócil caballo por la principal avenida ante los ojos atónitos de los pocos transeúntes que caminaban por las veredas.
Al cabo de un par de minutos se juntaron los dos hombres de a caballo y luego que El Gaucho le explicara lo que ocurría, salieron ambos a todo galope; uno hacia la Ciudad Vieja y el otro hacia la zona del Obelisco. A caballo, la misión sería mucho más rápida. Cada uno fue pasando por los distintos monumentos y dando la orden de seguirlos.
Luego de media hora podían verse decenas de figuras moviéndose a caballo o a pie, siguiendo al General como si se tratara de un segundo éxodo y otro tanto ocurría con El Gaucho.
Se reunieron en la Explanada de la Intendencia. Todos los gauchos de El Entrevero, Ansina –que al ver a su viejo patrón se le llenaron los ojos de lágrimas: “¡Otra vez juntos!”. El general lo abrazó conmovido: “¡Si, mi fiel Ansina, otra vez juntos!”.
El aguatero llegó caminando con su tinaja a cuestas. Por otro lado Dante venía despacio conversando con su colega y vecino Don Cervantes. Lavalleja y Rivera también venían juntos; y San Martín se acercaba por su lado al trotecito con Suárez enancado en su caballo.
La Diligencia y La Carreta habían dejado las huellas de sus ruedas en el pavimento.
El Canillita con los diarios bajo el brazo y su gorrita conversaba con Don Herrera y con Don Batlle, que traía puesto su sobretodo.
La Libertad traía el gladio romano y la bandera en sus manos.

Al poco rato había un gentío bárbaro, los gritos podían escucharse a varias cuadras a la redonda y por supuesto, los autos y ómnibus debían desviar su recorrido porque por allí era imposible pasar.
Algunos curiosos se habían acercado al lugar ante tan raro acontecimiento. Era una suerte vivir en esos apartamentos que daban a la Intendencia. Yo, que desde el principio había observado todo a través de mi ventana –ya que no podía dormir- seguía atento los movimientos de cada uno de los personajes.
El General montado en su brioso corcel intentó apaciguar los ánimos y comenzar la asamblea.
-¿Estamos todos presentes? –preguntó-.
-Todavía faltan llegar algunos –le respondió una voz.
-Está bien, esperaremos unos minutos más.
Por el centro de la avenida venían a paso lento los Constituyentes de 1830, más atrás los seguían el León con el Avestruz entre sus mandíbulas, José Pedro Varela con su séquito y el Viejo Vizcacha. Por el otro lado venían los últimos cuatro Charrúas y Aparicio Saravia, con una china en su caballo. Más atrás se aproximaban otros.
Por último llegaron Oribe y Confucio que se enteraron de casualidad porque se habían olvidado de avisarles.

Entonces comenzó la asamblea.
Los reclamos eran:
1- Abrigo para las noches de invierno
2- Protección de las salvajadas de niños – y no tanto- que les escribían todo tipo de cosas en sus bases, o les arrancaban sus pedazos para venderlos.
3- Un día de descanso al mes como mínimo para desentumecerse y para poder pasear por la ciudad (que muchos ni conocían).
4- Limpieza regular
5- Iluminación adecuada.

Las peticiones estaban hechas. Se procedió a la votación que fue unánime, incluidas algunas manos de la gente que se había metido a opinar. Se decidió hablar con el Intendente de turno.
Sobre 18 de Julio se habían agolpado miles de personas que seguían atentamente las incidencias del conflicto.
A alguien se le ocurrió proponer lo que debían hacer en caso de que sus reclamos no fueran escuchados. Entonces volvió el griterío, puños en alto, comentarios de todo tipo.
El General hizo callar a la masa:
-Debemos estar preparados para el caso de una negativa. El compañero tiene razón. Debemos llegar a un acuerdo.
-¡Huelga general, con abandono de los pedestales por tiempo indeterminado! –gritaron de atrás-. A lo que un gran coro de voces secundó:
-Sí, es lo menos que se merecen por tratarnos así, después de todo lo que hicimos por este país-.
-Y por el mundo –acotaron Colón y Cervantes-.
-Bueno, vos no descubriste nada –le bromeó Isabel La Católica a Colón – hacía como dos mil años que sabían que la Tierra era redonda y los Vikingos ya habían llegado a estas tierras.
-Si, pero ya nadie se acordaba – acotó algo ofendido Colón; - además ¿qué hubiera sido de tu reino si no fuera por mi?
-¡Silencio, por favor! –pidió Herrera – que estamos hablando en serio.
-Si no fuera por vos, Cristóbal, nuestros hermanos estarían vivos –acotó el indio Viamaca Pirú; –y por el hermano de éste –señaló con la mirada a Don Fructuoso.
-¡Por favor! –dijo en tono tristón el General –estamos aquí para buscar una solución para todos, no para pelearnos entre nosotros… al pasado no lo podemos cambiar-.
-Alguien que me preste una pluma y un papel para redactar los puntos –pidió El Dante que oficiaba de secretario.
Un señor chiquito de gorrito y lentes se acercó al estrado y les alcanzó una birome. Después abrió una carpeta que tenía en la mano y sacó un par de hojas y se las dio. El Dante preguntó:
-¿Cómo se usa esto?
El hombrecillo oprimió el extremo de la birome y de ésta surgió la punta entintada.
-¡Qué ingenioso! –exclamó -¿y la tinta?
-Escriba nomás, es así –explicó el hombrecito-.
El Dante comenzó a escribir sin creer que no necesitara tintero para mojar.
-Lo que nos perdimos –le dijo a Cervantes.

El Intendente bajó del coche y miró asombrado lo que ocurría. El secretario que lo acompañaba le preguntó:
-¿No quiere que llame a los grupos antidisturbios?
-No –respondió secamente; -averigüe qué ocurre y vea si hay alguna manera de solucionar esto.
El otro hombre intentó meterse entre la multitud y llegar al estrado.
-¡Buenos días, General! –dijo al ver que quien presidía la asamblea era el mismísimo prócer José Artigas -¿Qué es lo que ocurre? –preguntó asustado-.
El General le explicó y leyó los puntos mientras las voces de los demás apoyaban cada petición.
-Está bien –dijo –esperen aquí, voy a hablar con el señor Intendente para ver si los puede atender – y se fue.
La gente se apretujaba más y más intentando ver lo que pasaba. Un periodista de televisión hablaba por el micrófono:
-…en una mañana insólita, Montevideo ha amanecido sin sus habituales monumentos… es algo increíble, no se sabe por qué pero quienes debían ocuparlos han cobrado vida y se han marchado por sus propios medios… y han organizado esta especie de asamblea, donde acaban de redactar un documento… vamos a ver si podemos acercarnos al estrado para leerles cuáles son las reivindicaciones que exigen…
Más allá, otra docena de periodistas de distintos medios de comunicación se acercaban con sus micrófonos y grabadores, con las cámaras de televisión y toneladas de cables.
De pronto, entre la gente se sintieron quejidos… eran del Gaucho Agonizante, que se venía arrastrando sobre sus heridas.
-Con permiso, paisanos –decía con voz quejosa y apagada; -vengo desde el Parque de los Aliados, arrastrándome, disculpen la demora.
-¡Alguien que traiga un médico!, -gritó una señora, -¿no ven que este hombre se está desangrando?
-No se preocupe, buena mujer, yo hace años que me estoy desangrando, me esculpieron así –repuso el gaucho.

Mientras tanto los próceres y los demás concurrentes discutían entre ellos acerca de lo cambiada que estaba la ciudad. Algunos incluso, se habían puesto a conversar con los curiosos que estaban por ahí.
Los periodistas intentaban hablar con el máximo Jefe de los Orientales, para que les explicara detalladamente los hechos.
Cervantes se puso a recitar parte del Quijote y lo propio hacía Dante con La Divina Comedia, ante decenas de chiquilines y adultos que escuchaban fascinados los relatos.

El Intendente en su despacho no podía creer lo que escuchaba.
-¡No puede ser que se rebelen! –decía ofuscado, -¿quienes se creen que son? ¡Apenas unos pedazos de mármol o bronce con forma!
El asesor intentaba calmarlo:
-Pero están los canales de televisión y hay gente que ya los está apoyando, es mejor no quedar mal, mire que las elecciones están cerca –le recordó.
-¡Sí, está bien! –exclamó resignado el Intendente. Voy a hablar con ellos –a lo que se levantó y salió del despacho.
La multitud al verle aparecer hizo silencio. El Intendente miró alrededor contemplando los rostros de bronce pintado y los de carne y hueso que lo observaban, y después dijo:
-He leído atentamente sus peticiones -hizo una pausa y luego prosiguió –y creo que son justas –los rostros de todos los presentes se iluminaron. –Sin embargo, debido a los problemas que tenemos en la comuna y a los bajos recursos de que disponemos, debo informarles que no sé si será posible atender a todos sus reclamos; -la multitud empezó a murmurar, -creo que el punto que plantea el día de descanso es impracticable –las voces fueron en aumento, -y en cuanto al control para evitar las leyendas y demás injurias, debo decir que no es de mi incumbencia; eso deben hablarlo con el Ministerio del Interior o con el Presidente. ¡Buenas tardes!
La multitud indignada comenzó a abuchearlo pero ya se había ido. Algunos con las tacuaras en la mano querían entrar al galope al edificio. Otros le gritaban todo tipo de insultos que son irrepetibles.
-¡Compañeros! –tomó la palabra el General. -No todo está perdido. Vamos a intentar hablar con el Ministro y si es necesario con el propio Presidente de la República –intentaba calmar a la multitud que parecía descontrolada, pero no lo lograba.
Yo me alegraba de mirar todo tras la segura ventana de mi apartamento, porque temía que este incidente pasara a mayores.
Encendí la televisión para ver que decían los informativos mientras continuaba el griterío allá afuera. En la pantalla aparecían los principales protagonistas del suceso, antes y durante la aparición del Intendente. El periodista acotaba:
-No se sabe con certeza qué es lo que puede acontecer, la multitud está furiosa; comenzando con los propios involucrados y continuando con la gente que se ha arrimado al lugar y que también apoya las peticiones de los héroes…
Continué mirando sin prestar atención al aparato y luego salí al balcón. Varias personas habían hecho pancartas y se las estaban pasando a los hombres de bronce, que por ser más altos podían mostrarlas mejor. En algunas podían leerse frases como por ejemplo: “¡Artigas, querido, el pueblo está contigo!”, o “¡Monumentos adelante!”, o “Los héroes deben ser respetados, por eso sigan con la lucha!” y otras por el estilo.
Volví a la sala. En la televisión ahora estaban mostrando varias ciudades del interior en donde también los monumentos se habían rebelado. Era realmente extraño ver como las plazas estaban vacías al desaparecer las enormes figuras que las adornaban. Algunas palomas volaban en círculos, desorientadas por la ausencia de sus habituales lugares de descanso. Entonces alguien anunció que todos los monumentos del país se habían puesto en marcha hacia la capital, en apoyo a los reclamos de sus ilustres compañeros y en bien de su propio interés.
Salí al balcón para dar la noticia pero me encontré que ya se me habían adelantado, porque los gritos de júbilo eran mayúsculos.

El día fue pasando y a media tarde cuando todavía estaban en la Explanada los manifestantes se escucharon sirenas y aparecieron coches de la policía que venían a dispersar a la gente. Fue cuando varios de los próceres de a caballo se lanzaron contra ellos y otros de a pie los acompañaron. El pensador de Rodin continuaba sentado con la barbilla apoyada en su mano, como resignado por lo ocurrido. Algunos vociferaban sus reclamos haciendo notar que otras veces habían tenido que luchar para conquistar sus ideales y que estaban dispuestos a volver a hacerlo.
La policía se fue porque no podían hacer frente a tan enormes caudillos.
Por fin y esperando que los demás aliados llegaran a la capital, las estatuas armaron campamento, encendieron fogatas y se pusieron a matear junto a sus hermanos de carne y hueso.
Las informaciones continuaban por la radio y la televisión cada media hora.

Al otro día la multitud era más grande. Todo el centro de la ciudad estaba inundado de gente. Habían llegado los demás aliados del interior. Unos habían venido en tren –los que sabían cómo hacerlo marchar. Otros se aproximaban por las carreteras en camiones o a caballo. Junto a ellos miles de personas los acompañaban.
Al llegar al campamento los iguales se aproximaron para saludarse. Los diversos Artigas se habían agrupado formando una media luna, unos a caballo, otros a pie. Lo mismo ocurría con los demás caudillos que estaban repetidos y esparcidos por toda la República.
El Intendente había partido hacia el exterior y quien lo suplía tenía órdenes estrictas de no atenderlos. Así que toda la masa de gente se marchó rumbo a la Casa de Gobierno.

En la televisión anunciaban: “Ya van dos días de conflicto con los monumentos de la ciudad. A ellos se les agregan los del interior de la república. La gente está triste y enojada por lo ocurrido y el país no es el mismo sin ellos en las plazas. Ahora todos marchan a…”
Desconecté el televisor y bajé a la calle a plegarme a la gran marcha. El piso temblaba ante el paso firme y decidido de la multitud. Logré colarme por entre la gente y acercarme a los próceres que marchaban adelante. Al frente de todo, iba el General José Artigas en su caballo junto con sus iguales y más atrás el resto.
Fueron muchas las cuadras que recorrimos, pero al final llegamos. La gente se agolpó alrededor de la Casa de Gobierno por varias cuadras a la redonda. El Presidente con toda su comitiva esperaba con una sonrisa en el rostro. Dio la bienvenida y pidió que uno sólo de los concurrentes hablara. Por unanimidad se eligió al caudillo máximo y éste se acercó a él. Descendió de su caballo y entró con el Presidente al edificio.
Fue una espera angustiosa y larga. Por fin salieron ambos y el Prócer leyó lo acordado. Se había logrado la aprobación de todos los puntos que se indicaban y en los casos de competencia exclusiva del Intendente el propio Presidente se comprometía a lograr que aceptara las propuestas y las cumpliera. Como condición se exigía que todos los monumentos volvieran a sus lugares.
La gente estalló en vivas y se abrazaron unos con otros. Después todos regresamos a nuestros hogares. Los monumentos fueron a sus sitios y los del interior se volvieron a sus pagos, no sin antes dar una recorrida por la ciudad.
Algunos no estaban muy seguros de que se cumpliera con lo acordado, pese a que estaba la firma del Presidente y la del propio Artigas, así que lo único que faltaba era esperar.

Al otro día la ciudad volvía a la normalidad y la gente se reencontraba en sus trabajos. 18 de Julio no parecía la misma después de todo ese alboroto.
Por la ventana de mi dormitorio podía ver otra vez a El Gaucho sobre su caballo y a El David con una bufanda y un abrigo protegiéndolo. Pero había algo más: unos operarios estaban trabajando a su alrededor y no podía darme cuenta de qué se trataba. Bajé a la calle, me les acerqué y pude saber de sus propios labios, que el Presidente había mandado construir un campo de fuerza magnético alrededor de cada monumento del país para evitar que por cualquier razón éstos pudieran volver a moverse.



Mención de Honor - concurso "Jóvenes narradores - 1993" - I.M. de Montevideo
Publicado en el libro: "Trans-formaciones" - 1997.

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