martes, 8 de marzo de 2016

Un cuento para este Día de la Mujer


Cruzando al otro lado
 Para Adela
 
Había llegado hacía dos meses a Montevideo. Tuve que dejar a mis padres allá lejos y adaptarme a vivir sola. la primera noche cuando me acosté a dormir me vino al pánico. Todo era diferente: la cama, la habitación, la ciudad, todo. Y yo estaba sola, sin conocer a nadie. Estaba dispuesta a volverme. Haría las valijas y me iría a la agencia de ómnibus a esperar uno que me llevara a casa otra vez. Pero después lo pensé, si me volvía, nunca más iba a regresar a Montevideo. Yo quería estudiar, hacer una carrera. Si no pasaba esa noche perdería mi futuro.
Fue difícil pero lo conseguí. Dormí con la luz encendida, tuve pesadillas pero la noche pasó.
Al otro día me encontraba más calmada. Salí a la calle con el dinero en la cartera. Dieciocho de Julio me asustaba, en aquella época a partir de Ejido no tenía semáforos. Todo era rápido, los autos zumbaban ante mi. Caminé por la acera sur rumbo a la Universidad para apuntarme en los cursos de Derecho. Estaba lleno de gente. Demasiadas caras nuevas en la ciudad.
Siempre iba y volvía por la misma acera sin atreverme a cruzar la avenida. Conocía la ciudad pero sólo de un lado.
Poco a poco me fui adaptando a la nueva vida. Tuve que aprender a lavarme la ropa. Recuerdo que el primer día que me lavé las sábanas tuve que tirarme a descansar, todo el cuerpo me dolía. Yo estaba viviendo con una tía vieja a la que apenas le daba para hacer sus cosas. No tenía estufa así que en invierno pasé frío. Como tampoco tenía calefón me debía bañar con agua fría.
Todo el primer mes fue duro y el dinero que me enviaba mi padre se me fue en quince días. Le escribí para que me mandara más. Tuve que aprender a administrarme mejor porque él me advirtió que sólo me mandaría una vez por mes.

Una tarde de lluvia me tomé un ómnibus para ir a clase. Aguardé en la parada, nerviosa, bajo el paraguas que chorreaba. Cuando se acercó el ómnibus le hice señas como había visto hacer a otras personas y con el dinero en la mano pagué el boleto. Le pedí al guarda que me avisara donde me tenía que bajar. Me senté en el único asiento libre que había y comencé a mirar por la ventanilla para conocer el recorrido. Al volver ya no llovía así que me fui caminando a casa. Ese día me planteé que debía cruzar Dieciocho de Julio. Con el resto de las calles no tenía problemas, pero con ésta no podía. Miraba pasar los coches a toda velocidad. No había nadie que regulara el tránsito y cada vez que ponía un pie debajo del cordón de la vereda me estremecía toda al pensar que un auto podría matarme. Estaba allí pensando que en mi ciudad no existían esos peligros y que quizás no debía haber venido. Todos parecían locos, sabía que ocurrían muchos accidentes aquí. Pero me decidí, ¡tenía que hacerlo!.

Esperé hasta ver un claro entre los coches y entonces crucé hasta la mitad con el paso acelerado. Un motor rugió detrás de mi. Otros coches se aproximaban en sentido contrario. Estaba en el medio de la calle y no podía continuar. Más coches se acercaban peligrosamente de ambos lados y el ruido me parecía tremendo. Por unos segundos quedé paralizada allí, sintiendo el viento que se levantaba a mi alrededor, con los ojos cerrados; luego los abrí. En ese momento parecía que los coches estaban más distanciados, entonces aproveché a correr hasta la acera de enfrente. Al subir a la vereda sentí un alivio muy grande. Había realizado una hazaña. Fue cuando empecé a conocer el otro lado de la ciudad.


 Publicado en el libro: "Eran los Orientales..." año 2013
 

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