sábado, 31 de agosto de 2019

El hombre que respetaba las señales de tránsito


Había una vez, un señor que era muy respetuoso de todas las normas que le imponía su sociedad.
Cuentan quienes le conocieron que desde su infancia fue un niño muy agradable y sumiso; su madre lo adoraba porque pensaba que sería el ejemplo para los demás.
Un día su mamá lo llevó a una esquina donde había semáforos para el tránsito y le explicó como debía proceder ante tales aparatos. Le dijo que siempre que viera la luz verde cruzara sin miedo pero mirando y escuchando atentamente a ambos lados (no fuera que algún "loco de esos" lo atropellara con su coche). También le indicó que la luz amarilla era de advertencia y que no cruzara si veía que no le daría tiempo a llegar al otro lado. Pero le advirtió severamente e incluso lo amenazó con castigarlo -y él sabía que lo haría- si llegaba a cruzar con la luz roja:
-¡Jamás cruces con la luz roja! -le dijo. Y él obedeció.

En la escuela era un niño que siempre estaba solo; durante la clase no hablaba con nadie y siempre atendía a lo que su maestra le enseñaba. Nunca jugaba con los demás niños en el recreo y cuando salía de la escuela lo hacía en último lugar, para no correr ni cansarse; porque "¡Dios no lo permita, que transpire y le quede ese olor inmundo bajo los brazos, una verdadera ofensa para los demás!".
Siempre estaba bien peinado y perfumado, su madre se preocupaba de que su túnica estuviera impecable, sin una mancha ni una arruga. Todo esto le valió las burlas de sus compañeros que lo acosaban y lo llamaban "el almidonado".
Todos los domingos iba a misa con su madre, decía sus oraciones al irse a dormir y jamás hablaba sin permiso.

A medida que fue creciendo los muchachos de su edad se fueron alejando de él. Vivía con su mamá; leía solamente lo que le estaba permitido y se acostaba a las diez, todas las noches.
No tenía amigos ni amigas, a no ser por unos primos, tan educados como él. Tampoco tenía novia; lo que le valió el apodo de "mariposón".
Cuando comenzó a trabajar mantuvo su conducta ejemplar. Llegaba al trabajo quince minutos antes de su horario y no faltaba ni siquiera en los días de paro -lo que le valió el apelativo de "carnero"- porque para él, el trabajo era sagrado y no se debía poner en cuestión las decisiones del patrón.
Dicen que cuando por fin se casó contaba con cuarenta años. A su esposa la eligió su mamá un domingo en la iglesia. Fue entonces cuando él se le declaró en el momento de comulgar.
Ella había sido educada en un ambiente familiar muy puritano y de no ser por él, hubiera terminado de monja.
Luego de un formal noviazgo que duró tres años, los padres de ambos hicieron los preparativos para la boda.
Después de casados se fueron a vivir a la casa de él, junto con su madre. No tuvieron hijos y durante varios años vivieron felices los tres, en su ordenada vida.

Una noche muy fría de invierno tuvo que quedarse a trabajar hasta muy tarde y al regreso sufrió un infortunio que le costó la vida. Salió, llovía a cántaros, había viento fuerte y ni los perros se asomaban por la calle. Caminó una cuadra, se acercó a la esquina y como siempre esperó a que cambiara la luz...
Lo encontró un taxista a las tres de la madrugada, acurrucado al pie del semáforo en rojo que no funcionaba. Debió haber esperado demasiado...


Mención de Honor "IV Concurso Internacional de Cuento" (1995) Revista Cultural "Punto de Encuentro".


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