martes, 20 de diciembre de 2011

Un cuento de navidad improvisado recién.

Estaba Papá Noel acomodándose en el trineo para repartir los regalos de Navidad cuando le sonó el celular y le dijeron que ahora los niños consiguen los regalos por Internet, que se quedara a descansar porque ya estaba viejo y no lo necesitaban más.
Ahora Papá Noel está jubilado en el Polo Norte con la fabrica cerrada, los renos están gordos y pesados para volar y los duendes no saben que hacer, entonces juegan entre ellos y hacen como que preparan los regalos pero de mentira y Papá Noel toma cerveza fría y mira la TV.

Pero los niños pobres, de todos modos, no tenían regalos así que volvió a abrir la fábrica y se dedicó a repartir en el trineo, volando con los renos -luego de un entrenamiento relámpago para bajar de peso- en los barrios pobres del mundo que son cada vez más y todos quedaron contentos.

Moraleja: No todo es negocios en la vida, también está el amor por los demás.

jueves, 27 de octubre de 2011

Jirafas - una fábula

El día que en la sabana africana decidieron hacer un concurso de belleza, todos los animales concurrieron al evento. El león, el rinoceronte, el hipopótamo, los ñúes, las gacelas, las hienas y cuanta bestia se preciara.
Desfilaban orgullosas por la pasarela, unas y otras y al final el jurado decidió que sin duda, la más hermosa era la jirafa. Por su porte, sus colores, su andar tan elegante y su simpatía, nadie podría ser tan admirada como ella.
El Doctor Simio –famoso médico estilista del reino animal- promocionaba sus tratamientos para ser más bellos y obtener el éxito y la fama en la vida.
Por eso, luego de realizado el certamen, la mayoría de los perdedores se acercaron a él para pedirle ayuda. El doctor se pasaba hablando de la importancia de tener una figura longilinea, de perder esos “kilitos” de más y sobretodo de parecerse al animal ganador para “ser alguien”.
En poco tiempo podía verse a los hipopótamos, rinocerontes y elefantes haciendo gimnasia y dieta especial. Pero por más que hacían, ninguno de ellos lograba bajar notoriamente de peso.
-Si yo lo único que como es verdurita –decía el hipopótamo, resignado y los otros obesos del reino animal asentían tristes.
Derrumbado sobre el suelo dejaba su cuerpo en las manos expertas que le realizaban masajes reductores y otras técnicas. El hipopótamo debió someterse a una lipo-succión para que le quitaran hasta el último gramo de grasa. Todo para poder verse más delgado.
Después le tocó el turno al rinoceronte que recibió un tratamiento similar. Pero a él, además, le dijeron que como su cara era tan fea tendrían que realizarle una cirugía total del rostro. Cortaron aquí y allá y hasta le extirparon el gran cuerno que ostentaba en medio de su hocico. El rinoceronte lloraba, pues ya estaba acostumbrado a su aspecto, sin embargo la idea de ser más hermoso y poder ganarle a la jirafa fue más fuerte.
Al elefante –por su parte- además de adelgazar lo plancharon porque “esa piel tan arrugada no era propia de un animal con clase”.
El león se sentía contento porque era “el Rey” y pensaba que no necesitaría muchos retoques. Sin embargo, se equivocaba.
-Todos esos pelos no se usan más –le decía el mono – le dan un aspecto desaliñado y sucio.
Al fin, lo convenció de que se afeitara la melena. El felino casi ya no se distinguía de una hembra y se sentía totalmente desorientado, como si no fuera él. Todo, por el concurso de belleza.

Pasó un año y volvió a realizarse el certamen. Todos los animales luego de los tratamientos realizados, esperanzados, desfilaban por la pasarela. Pero el jurado volvió a elegir a la jirafa como la más hermosa de las bestias. Ninguna otra podía acercársele en distinción, elegancia y candidez.
La decepción fue unánime. Se sentían fracasados e inservibles.
–¡Tanto esfuerzo para nada! –decían apesadumbrados.
Entonces el Dr. Simio volvió a darles esperanzas:
-Hay otras formas de lograr la figura de la esbelta jirafa –afirmaba. –Todo es cuestión de paciencia y tesón-.
Muy pronto volvían a hacer cola ante el médico y a someterse a sus manos expertas.
Al flaco elefante le cortaron los colmillos y le achicaron las orejas. También le extirparon la trompa, que le colgaba fea y flácida. Y aunque luego le fue difícil comer, se consolaba pensando en que ahora, quizás, podría acceder al tan preciado título.
A las gacelas le limaron los cuernos y las cebras trocaron sus rayas negras y blancas por manchas ocres y amarillas –al igual que los ñúes.
El hipopótamo –que se hallaba famélico –tuvo que conformarse con unas mandíbulas diminutas y una nueva dentadura.

Luego de otro año, todos los animales se sentían orgullosos de su nuevo aspecto y con mucha ansiedad creyendo que ésta vez sí le tocaría a alguno de ellos ganar el premio. Mas no fue así. El jurado volvió a dictaminar -por tercer año consecutivo- ganadora a la jirafa; por su bello colorido, su prestancia al andar y su cara de bondad. La s demás bestias se sintieron desfallecer. Resignadas se tiraban sobre el pasto, deprimidas y tristes. Y otra vez fue el doctor que las vino a convencer de que no se dieran por vencidas, que aún existían esperanzas de lograr la esbelta apariencia de la reina.
Y una vez más, todos los animales se dejaron convencer y volvieron a los tratamientos. Ahora ya no alcanzaba con adelgazar o afeitarse, había que parecerse a la jirafa en todo. Por tanto, debían estirarse el cuello. Colocaban sus cabezas en un torniquete y mientras se cuerpo se encontraba bien sujeto, el doctor procedía a estirarle las vértebras, una por una. A pesar del dolor que sufrían, todos soportaban estoicamente la tortura.
Cuando terminaron, el magro hipopótamo tenía un cuello de dos metros, al igual que el león, el elefante, la gacela y hasta la hiena. Ya no se reconocían y casi todos tenían dificultad para mantener la cabeza en alto. Por esa razón el doctor les colocó a cada uno de ellos, un cuello rígido artificial hasta que aprendieran a sostener el cogote naturalmente.
Después de otro año, todas las bestias se pavoneaban delante de la jirafa, desafiantes, mostrándoles sus nuevos y largos pescuezos, seguros de que esta vez si le ganarían. Y una vez más su rival –la jirafa- fue la elegida.

El lampiño león, las hienas y otras fieras tuvieron que aprender a comer pasto y hojitas verdes para convencer así al jurado de que ellos eran jirafas de verdad y que merecían también, el galardón.
Y así, todos los animales fueron perdiendo todo rasgo que los diferenciaba de las demás, de tal modo que cuando llegó el tiempo de una nueva edición del certamen, éste fue cancelado porque ya no había a quien elegir. Únicamente se habían presentado jirafas –o eso parecía-.
-¿Se dan cuenta? –les dijo el simio a los otros animales ¡ahora son todos ganadores! –y se fue contento con su portafolio bajo el brazo, en busca de nuevos clientes a quienes perfeccionar.
Los animales –decepcionados- se pusieron a comer hojitas de un árbol solitario que se hallaba en medio del paisaje. Varios pájaros que tenían sus nidos allí comentaron:
-¡Qué horrible!. Sólo quedan jirafas en esta sabana; y ellas comen de nuestros árboles. Tendremos que mudarnos antes que nos quedemos sin hogar-. Y se fueron volando en bandada a otro sitio donde se respetara el orden natural.

Desde el hipopótamo hasta el león comían del árbol, con una sonrisa en los labios al creerse hermosos.
Muy pronto, comenzaron a pelear entre sí porque tenían hambre y se acababa la comida. Se atacaban unos a otros –fieles a sus antiguas costumbres- tratando de morderse o arañarse pero no lo lograban. Entonces se golpeaban, revoleando sus largos cuellos.
Y las miles de jirafas que ahora recorrían la sabana desértica perecieron de inanición cuando acabaron con todo árbol, pasto y matorral. Porque tantas jirafas juntas no pueden sobrevivir.

Gerardo Alvarez Benavente
del libro “La Vida al Mango”- 2003
Ilustración: Adela Brouchy

domingo, 11 de septiembre de 2011

La trilogía de los próceres

Próceres o el Conflicto

La situación era insostenible –pensaba El David, estático, encima del pedestal-El Gaucho, que estaba enfrente, no soportaba más el ruido de los automóviles. Se miraron resignados. Los niños les pintaban leyendas en sus bases. ¡Era demasiado! Estaban en invierno y el frío hacía tiritar al pobre David que intentaba abrigarse pero no tenía nada con que cubrirse. Una noche en que había menos de cero grado no aguantó más y se bajó del pedestal. Ya no le importaba si la gente se asustaba por su ausencia. Se refugió bajo el túnel de la Intendencia y se acostó a dormir. Dos borrachos que estaban también allí se codearon:
-Un hombre desnudo –dijo uno de ellos en voz baja -¿no se parece a ese que siempre estaba en la Intendencia?
El otro lo miró y exclamó:
-¡Creo que se nos fue la mano con el vino!
El David se desperezó y vio que el día comenzaba a clarear. Se envolvió en una manta que debió ser de alguno de los bichicomes que pasaban la noche allí y salió a estirar las piernas. Al pasar por donde se encontraba El Gaucho, éste lo detuvo.
-¿Qué estás haciendo David, te saliste del monumento?
-Me estaba dando frío y además me cansé de ser la atracción de las palomas y los gurises traviesos. Quienes deberían admirarme están muy ocupados pensando en lo que tienen que pagar de impuestos para prestarme atención.
-¡Es cierto! –exclamó El Gaucho- yo también estoy cansado de estar acá arriba. ¿Por qué no convocamos a los demás a una asamblea y después nos juntamos en la Explanada para hacer unos reclamos?
-Sí, está bien – dijo El David- yo voy a pegar una vuelta a ver si consigo reunir a los demás-.
El Gaucho hizo un gesto con la mano en alto en dirección de la Plaza Independencia. El General la divisó y con algo de duda respondió con otro ademán. Al ver que el otro le seguía haciendo señas como de que fuera, miró a su caballo –que estaba ansioso de galopar- y gritó ¡Arre! El caballo levantó sus dos patas delanteras, pegó un relincho que cortó el alba como un cuchillo y salió a toda velocidad por la plaza. La gente que estaba sentada en los bancos miraba y no podía creer lo que veía. El General con el brazo en alto dirigía a su dócil caballo por la principal avenida ante los ojos atónitos de los pocos transeúntes que caminaban por las veredas.
Al cabo de un par de minutos se juntaron los dos hombres de a caballo y luego que El Gaucho le explicara lo que ocurría, salieron ambos a todo galope; uno hacia la Ciudad Vieja y el otro hacia la zona del Obelisco. A caballo, la misión sería mucho más rápida. Cada uno fue pasando por los distintos monumentos y dando la orden de seguirlos.
Luego de media hora podían verse decenas de figuras moviéndose a caballo o a pie, siguiendo al General como si se tratara de un segundo éxodo y otro tanto ocurría con El Gaucho.
Se reunieron en la Explanada de la Intendencia. Todos los gauchos de El Entrevero, Ansina –que al ver a su viejo patrón se le llenaron los ojos de lágrimas: “¡Otra vez juntos!”. El general lo abrazó conmovido: “¡Si, mi fiel Ansina, otra vez juntos!”.
El aguatero llegó caminando con su tinaja a cuestas. Por otro lado Dante venía despacio conversando con su colega y vecino Don Cervantes. Lavalleja y Rivera también venían juntos; y San Martín se acercaba por su lado al trotecito con Suárez enancado en su caballo.
La Diligencia y La Carreta habían dejado las huellas de sus ruedas en el pavimento.
El Canillita con los diarios bajo el brazo y su gorrita conversaba con Don Herrera y con Don Batlle, que traía puesto su sobretodo.
La Libertad traía el gladio romano y la bandera en sus manos.

Al poco rato había un gentío bárbaro, los gritos podían escucharse a varias cuadras a la redonda y por supuesto, los autos y ómnibus debían desviar su recorrido porque por allí era imposible pasar.
Algunos curiosos se habían acercado al lugar ante tan raro acontecimiento. Era una suerte vivir en esos apartamentos que daban a la Intendencia. Yo, que desde el principio había observado todo a través de mi ventana –ya que no podía dormir- seguía atento los movimientos de cada uno de los personajes.
El General montado en su brioso corcel intentó apaciguar los ánimos y comenzar la asamblea.
-¿Estamos todos presentes? –preguntó-.
-Todavía faltan llegar algunos –le respondió una voz.
-Está bien, esperaremos unos minutos más.
Por el centro de la avenida venían a paso lento los Constituyentes de 1830, más atrás los seguían el León con el Avestruz entre sus mandíbulas, José Pedro Varela con su séquito y el Viejo Vizcacha. Por el otro lado venían los últimos cuatro Charrúas y Aparicio Saravia, con una china en su caballo. Más atrás se aproximaban otros.
Por último llegaron Oribe y Confucio que se enteraron de casualidad porque se habían olvidado de avisarles.

Entonces comenzó la asamblea.
Los reclamos eran:
1- Abrigo para las noches de invierno
2- Protección de las salvajadas de niños – y no tanto- que les escribían todo tipo de cosas en sus bases, o les arrancaban sus pedazos para venderlos.
3- Un día de descanso al mes como mínimo para desentumecerse y para poder pasear por la ciudad (que muchos ni conocían).
4- Limpieza regular
5- Iluminación adecuada.

Las peticiones estaban hechas. Se procedió a la votación que fue unánime, incluidas algunas manos de la gente que se había metido a opinar. Se decidió hablar con el Intendente de turno.
Sobre 18 de Julio se habían agolpado miles de personas que seguían atentamente las incidencias del conflicto.
A alguien se le ocurrió proponer lo que debían hacer en caso de que sus reclamos no fueran escuchados. Entonces volvió el griterío, puños en alto, comentarios de todo tipo.
El General hizo callar a la masa:
-Debemos estar preparados para el caso de una negativa. El compañero tiene razón. Debemos llegar a un acuerdo.
-¡Huelga general, con abandono de los pedestales por tiempo indeterminado! –gritaron de atrás-. A lo que un gran coro de voces secundó:
-Sí, es lo menos que se merecen por tratarnos así, después de todo lo que hicimos por este país-.
-Y por el mundo –acotaron Colón y Cervantes-.
-Bueno, vos no descubriste nada –le bromeó Isabel La Católica a Colón – hacía como dos mil años que sabían que la Tierra era redonda y los Vikingos ya habían llegado a estas tierras.
-Si, pero ya nadie se acordaba – acotó algo ofendido Colón; - además ¿qué hubiera sido de tu reino si no fuera por mi?
-¡Silencio, por favor! –pidió Herrera – que estamos hablando en serio.
-Si no fuera por vos, Cristóbal, nuestros hermanos estarían vivos –acotó el indio Viamaca Pirú; –y por el hermano de éste –señaló con la mirada a Don Fructuoso.
-¡Por favor! –dijo en tono tristón el General –estamos aquí para buscar una solución para todos, no para pelearnos entre nosotros… al pasado no lo podemos cambiar-.
-Alguien que me preste una pluma y un papel para redactar los puntos –pidió El Dante que oficiaba de secretario.
Un señor chiquito de gorrito y lentes se acercó al estrado y les alcanzó una birome. Después abrió una carpeta que tenía en la mano y sacó un par de hojas y se las dio. El Dante preguntó:
-¿Cómo se usa esto?
El hombrecillo oprimió el extremo de la birome y de ésta surgió la punta entintada.
-¡Qué ingenioso! –exclamó -¿y la tinta?
-Escriba nomás, es así –explicó el hombrecito-.
El Dante comenzó a escribir sin creer que no necesitara tintero para mojar.
-Lo que nos perdimos –le dijo a Cervantes.

El Intendente bajó del coche y miró asombrado lo que ocurría. El secretario que lo acompañaba le preguntó:
-¿No quiere que llame a los grupos antidisturbios?
-No –respondió secamente; -averigüe qué ocurre y vea si hay alguna manera de solucionar esto.
El otro hombre intentó meterse entre la multitud y llegar al estrado.
-¡Buenos días, General! –dijo al ver que quien presidía la asamblea era el mismísimo prócer José Artigas -¿Qué es lo que ocurre? –preguntó asustado-.
El General le explicó y leyó los puntos mientras las voces de los demás apoyaban cada petición.
-Está bien –dijo –esperen aquí, voy a hablar con el señor Intendente para ver si los puede atender – y se fue.
La gente se apretujaba más y más intentando ver lo que pasaba. Un periodista de televisión hablaba por el micrófono:
-…en una mañana insólita, Montevideo ha amanecido sin sus habituales monumentos… es algo increíble, no se sabe por qué pero quienes debían ocuparlos han cobrado vida y se han marchado por sus propios medios… y han organizado esta especie de asamblea, donde acaban de redactar un documento… vamos a ver si podemos acercarnos al estrado para leerles cuáles son las reivindicaciones que exigen…
Más allá, otra docena de periodistas de distintos medios de comunicación se acercaban con sus micrófonos y grabadores, con las cámaras de televisión y toneladas de cables.
De pronto, entre la gente se sintieron quejidos… eran del Gaucho Agonizante, que se venía arrastrando sobre sus heridas.
-Con permiso, paisanos –decía con voz quejosa y apagada; -vengo desde el Parque de los Aliados, arrastrándome, disculpen la demora.
-¡Alguien que traiga un médico!, -gritó una señora, -¿no ven que este hombre se está desangrando?
-No se preocupe, buena mujer, yo hace años que me estoy desangrando, me esculpieron así –repuso el gaucho.

Mientras tanto los próceres y los demás concurrentes discutían entre ellos acerca de lo cambiada que estaba la ciudad. Algunos incluso, se habían puesto a conversar con los curiosos que estaban por ahí.
Los periodistas intentaban hablar con el máximo Jefe de los Orientales, para que les explicara detalladamente los hechos.
Cervantes se puso a recitar parte del Quijote y lo propio hacía Dante con La Divina Comedia, ante decenas de chiquilines y adultos que escuchaban fascinados los relatos.

El Intendente en su despacho no podía creer lo que escuchaba.
-¡No puede ser que se rebelen! –decía ofuscado, -¿quienes se creen que son? ¡Apenas unos pedazos de mármol o bronce con forma!
El asesor intentaba calmarlo:
-Pero están los canales de televisión y hay gente que ya los está apoyando, es mejor no quedar mal, mire que las elecciones están cerca –le recordó.
-¡Sí, está bien! –exclamó resignado el Intendente. Voy a hablar con ellos –a lo que se levantó y salió del despacho.
La multitud al verle aparecer hizo silencio. El Intendente miró alrededor contemplando los rostros de bronce pintado y los de carne y hueso que lo observaban, y después dijo:
-He leído atentamente sus peticiones -hizo una pausa y luego prosiguió –y creo que son justas –los rostros de todos los presentes se iluminaron. –Sin embargo, debido a los problemas que tenemos en la comuna y a los bajos recursos de que disponemos, debo informarles que no sé si será posible atender a todos sus reclamos; -la multitud empezó a murmurar, -creo que el punto que plantea el día de descanso es impracticable –las voces fueron en aumento, -y en cuanto al control para evitar las leyendas y demás injurias, debo decir que no es de mi incumbencia; eso deben hablarlo con el Ministerio del Interior o con el Presidente. ¡Buenas tardes!
La multitud indignada comenzó a abuchearlo pero ya se había ido. Algunos con las tacuaras en la mano querían entrar al galope al edificio. Otros le gritaban todo tipo de insultos que son irrepetibles.
-¡Compañeros! –tomó la palabra el General. -No todo está perdido. Vamos a intentar hablar con el Ministro y si es necesario con el propio Presidente de la República –intentaba calmar a la multitud que parecía descontrolada, pero no lo lograba.
Yo me alegraba de mirar todo tras la segura ventana de mi apartamento, porque temía que este incidente pasara a mayores.
Encendí la televisión para ver que decían los informativos mientras continuaba el griterío allá afuera. En la pantalla aparecían los principales protagonistas del suceso, antes y durante la aparición del Intendente. El periodista acotaba:
-No se sabe con certeza qué es lo que puede acontecer, la multitud está furiosa; comenzando con los propios involucrados y continuando con la gente que se ha arrimado al lugar y que también apoya las peticiones de los héroes…
Continué mirando sin prestar atención al aparato y luego salí al balcón. Varias personas habían hecho pancartas y se las estaban pasando a los hombres de bronce, que por ser más altos podían mostrarlas mejor. En algunas podían leerse frases como por ejemplo: “¡Artigas, querido, el pueblo está contigo!”, o “¡Monumentos adelante!”, o “Los héroes deben ser respetados, por eso sigan con la lucha!” y otras por el estilo.
Volví a la sala. En la televisión ahora estaban mostrando varias ciudades del interior en donde también los monumentos se habían rebelado. Era realmente extraño ver como las plazas estaban vacías al desaparecer las enormes figuras que las adornaban. Algunas palomas volaban en círculos, desorientadas por la ausencia de sus habituales lugares de descanso. Entonces alguien anunció que todos los monumentos del país se habían puesto en marcha hacia la capital, en apoyo a los reclamos de sus ilustres compañeros y en bien de su propio interés.
Salí al balcón para dar la noticia pero me encontré que ya se me habían adelantado, porque los gritos de júbilo eran mayúsculos.

El día fue pasando y a media tarde cuando todavía estaban en la Explanada los manifestantes se escucharon sirenas y aparecieron coches de la policía que venían a dispersar a la gente. Fue cuando varios de los próceres de a caballo se lanzaron contra ellos y otros de a pie los acompañaron. El pensador de Rodin continuaba sentado con la barbilla apoyada en su mano, como resignado por lo ocurrido. Algunos vociferaban sus reclamos haciendo notar que otras veces habían tenido que luchar para conquistar sus ideales y que estaban dispuestos a volver a hacerlo.
La policía se fue porque no podían hacer frente a tan enormes caudillos.
Por fin y esperando que los demás aliados llegaran a la capital, las estatuas armaron campamento, encendieron fogatas y se pusieron a matear junto a sus hermanos de carne y hueso.
Las informaciones continuaban por la radio y la televisión cada media hora.

Al otro día la multitud era más grande. Todo el centro de la ciudad estaba inundado de gente. Habían llegado los demás aliados del interior. Unos habían venido en tren –los que sabían cómo hacerlo marchar. Otros se aproximaban por las carreteras en camiones o a caballo. Junto a ellos miles de personas los acompañaban.
Al llegar al campamento los iguales se aproximaron para saludarse. Los diversos Artigas se habían agrupado formando una media luna, unos a caballo, otros a pie. Lo mismo ocurría con los demás caudillos que estaban repetidos y esparcidos por toda la República.
El Intendente había partido hacia el exterior y quien lo suplía tenía órdenes estrictas de no atenderlos. Así que toda la masa de gente se marchó rumbo a la Casa de Gobierno.

En la televisión anunciaban: “Ya van dos días de conflicto con los monumentos de la ciudad. A ellos se les agregan los del interior de la república. La gente está triste y enojada por lo ocurrido y el país no es el mismo sin ellos en las plazas. Ahora todos marchan a…”
Desconecté el televisor y bajé a la calle a plegarme a la gran marcha. El piso temblaba ante el paso firme y decidido de la multitud. Logré colarme por entre la gente y acercarme a los próceres que marchaban adelante. Al frente de todo, iba el General José Artigas en su caballo junto con sus iguales y más atrás el resto.
Fueron muchas las cuadras que recorrimos, pero al final llegamos. La gente se agolpó alrededor de la Casa de Gobierno por varias cuadras a la redonda. El Presidente con toda su comitiva esperaba con una sonrisa en el rostro. Dio la bienvenida y pidió que uno sólo de los concurrentes hablara. Por unanimidad se eligió al caudillo máximo y éste se acercó a él. Descendió de su caballo y entró con el Presidente al edificio.
Fue una espera angustiosa y larga. Por fin salieron ambos y el Prócer leyó lo acordado. Se había logrado la aprobación de todos los puntos que se indicaban y en los casos de competencia exclusiva del Intendente el propio Presidente se comprometía a lograr que aceptara las propuestas y las cumpliera. Como condición se exigía que todos los monumentos volvieran a sus lugares.
La gente estalló en vivas y se abrazaron unos con otros. Después todos regresamos a nuestros hogares. Los monumentos fueron a sus sitios y los del interior se volvieron a sus pagos, no sin antes dar una recorrida por la ciudad.
Algunos no estaban muy seguros de que se cumpliera con lo acordado, pese a que estaba la firma del Presidente y la del propio Artigas, así que lo único que faltaba era esperar.

Al otro día la ciudad volvía a la normalidad y la gente se reencontraba en sus trabajos. 18 de Julio no parecía la misma después de todo ese alboroto.
Por la ventana de mi dormitorio podía ver otra vez a El Gaucho sobre su caballo y a El David con una bufanda y un abrigo protegiéndolo. Pero había algo más: unos operarios estaban trabajando a su alrededor y no podía darme cuenta de qué se trataba. Bajé a la calle, me les acerqué y pude saber de sus propios labios, que el Presidente había mandado construir un campo de fuerza magnético alrededor de cada monumento del país para evitar que por cualquier razón éstos pudieran volver a moverse.



Mención de Honor - concurso "Jóvenes narradores - 1993" - I.M. de Montevideo
Publicado en el libro: "Trans-formaciones" - 1997.

martes, 26 de julio de 2011

La batalla de los próceres

Artigas se hallaba sobre su caballo, inmóvil, mirando a la lejanía desde la Plaza Independencia. Oía lo que los transeúntes decían al pasar. Y cada una de sus réplicas –de a pie o no- diseminadas por el resto de la república, también escuchaban a la gente.
Así, se enteró de la situación que vivía el país, de la crisis profunda en que estaba sumida su gente, escuchó las quejas día tras día, oyó el llanto de quienes veían partir a sus seres queridos rumbo a otras tierras, vio dormir a sus pies –envueltos entre frazadas viejas – a mendigos que nadie auxiliaba y también contempló –en absoluto silencio- los homenajes que se le rendían por parte de las autoridades, que luego partían prestas, en sus coches caros para rápidamente olvidarse de las ideas del prócer. Artigas, conoció entonces, las más tristes noticias sobre su tierra querida. Y de vez en cuando de su rostro se derramaban grandes lágrimas, que la gente confundía con gotas de rocío condensadas sobre el bronce.
Un día, consideró que ya era suficiente de ver como la patria que él ayudó a crear se debatía en la agonía, ante las potencias extranjeras que ávidas como buitres se cernían listos para devorarla. Juntó su alma que estaba repartida en cada una de las estatuas que lo inmortalizaban y partió en su caballo por el centro de la plaza para luego tomar 18 de Julio. Al ver esto, los demás monumentos que se hallaban en los alrededores se le sumaron. Algo grave debía ocurrir para que el General volviera a galopar, pensaban. Y en plena avenida se fueron reuniendo los jinetes de El Entrevero, el Gaucho, el David y la señora a la que todos llaman: la estatua de La Libertad. El General Artigas debatió unos segundos con ellos. Estaban todos de acuerdo: la Patria los necesitaba de nuevo.
Los de a caballo salieron en distintas direcciones para avisar a los demás y realizar una asamblea urgente. En la Plaza Cagancha quedaron El David y la mujer esperando a los demás.
Peatones y automovilistas que pasaban por allí, al ver a esas grandes moles en pleno movimiento, se asustaron pero luego comprendieron lo que ocurría. Muchos se detuvieron. En poco rato había una gran muchedumbre en la plaza.
El David y la mujer de la Libertad hablaban con los ciudadanos y les preguntaban si lo que decía el General era cierto. Todos los humanos lo confirmaban. El país estaba en peligro de desaparecer.
A un transeúnte que vestía traje fino y llevaba portafolio se le ocurrió decirles por qué no les avisaban a los demás por celular.
-¿Celular? –inquirió El David desconcertado- ¿qué es eso?
-Un teléfono portátil –respondió el transeúnte – no sabe lo prácticos que son, aunque sale un poco caro mantenerlos en esta época.
-¡Ah! –dijo El David –creo que sí. He visto a algunos humanos usarlos cuando vienen a la Intendencia. Pero no creo que los demás próceres sepan hacerlos funcionar. No son de nuestra época.
-Sí, es cierto –replicó el hombre –no se me había ocurrido. De todas formas yo puedo llamar a algunas personas que conozco para que le avisen a cuantos puedan venir.
Todos asintieron. El hombre se puso a llamar a uno y a otro sin parar, mientras El David lo miraba curioso. Luego de unos minutos, le dijo al hombre:
-Estéee… ¿no me dejaría usarlo un ratito?
-Sí, como no. ¿Sabe lo que tiene que hacer –le preguntó el hombre con cierto recelo, no me lo vaya a romper-.
El David tomó entre sus manos el celular, con sumo cuidado –quedaba perdido entre sus manos enormes-. Miró al transeúnte y le volvió a preguntar:
-¿Qué botón oprimo primero?
El hombre le explicó y le extendió una birome para que digitara los números con ella, porque los dedos del David eran demasiado grandes para esas teclas.

Estaban en eso cuando volvió El Gaucho con una legión de personas subidas a La Carreta. Otros se acercaban a pie.
En poco rato la plaza estaba cortada y la gente continuaba arrimándose.
En eso llegó Artigas con una cantidad enorme de monumentos detrás: Batlle y Ordóñez, Herrera, Oribe, Suárez, Lavalleja, Saravia, Rivera; hasta San Martín se había plegado.
Artigas tomó la palabra. Todos hicieron silencio.
-Damas y caballeros, he decidido reunirlos para realizar una asamblea de carácter urgente ante la situación que vive el Uruguay. Me alegro mucho de ver tantos rostros conocidos pero más me alegro de ver a las personas que viven hoy aquí, que se han acercado a nosotros, los próceres. Si no he escuchado mal, el país está pasando por el peor momento de su historia desde que se independizó y corre el riesgo de perder su autonomía. Quisiera escucharlos a todos para saber realmente lo que piensan y buscar soluciones para revertir esta situación antes que sea demasiado tarde-.
Todo el mundo se puso a hablar y explicar el sufrimiento y la incertidumbre en que se vivía. De los miles de uruguayos que emigraban buscando un futuro mejor, de la desocupación cada vez mayor y de la enorme cantidad de gente arruinada que apenas si tenía para comer.
Los héroes escuchaban atentamente y asentían. Cada tanto hablaban entre ellos o lanzaban propuestas:
-Debemos lograr que nos escuchen –dijo José Batlle y Ordóñez-; y Herrera, inmediatamente agregó:
-¡Sí, nosotros que hicimos tanto para tener una nación ejemplar! ¡Nos tendrán que escuchar!
-¡Y si no nos escuchan –dijo Saravia en tono iracundo –tomaremos las armas!
-¡Un momento! –terció Artigas –vayamos de a poco, a nosotros nos tienen que escuchar-.
-¡Ojalá! –replicó el hombre del celular –porque a nosotros ya no nos hacen caso. Hemos hecho de todo; marchas, proclamas, huelgas, hasta caceroleadas… y ni nos dan bola.
-¿Caceroleadas? – preguntó divertido Confucio.
-Sí, ¿nunca las escuchó? Salimos con cacerolas y todo lo que pueda hacer ruido a las calles. Pero tampoco resultó.
-¡Ah, sí! – dijo Confucio –yo he escuchado el ruido pero creía que estaban festejando algo-.
-¡Hoy los traidores nos gobiernan! –exclamó una mujer –nos han robado el dinero y quieren entregar el país a manos extranjeras al igual que el resto de la región.
-¿Cómo? –preguntó Lavalleja y varios se sumaron a la pregunta –yo creía que la cosa era con los brasileños.
-No –replicó la señora –Ahora la cosa es más complicada.
-Bueno, no hay problema. Sea con quien sea, nadie nos va a quitar la Independencia que todos firmamos –aseguró Oribe.
-Sí –aprobaron varios.
-Después de todo, echamos a los españoles, a los brasileños y a los ingleses, ¿se acuerdan? –dijo orgulloso Lavalleja –Les echamos aceite hirviendo-.
-Sí, -volvió a replicar la señora –pero ahora no es tan fácil. Ellos manejan computadoras y basta apretar una tecla para que cambie de manos una nación entera-.
-¡Pues, les echaremos el aceite y las balas cuando vengan! –dijo Saravia.
-No creo –agregó el hombre del celular. –El poder que nos aprisiona está muy lejos. Ellos nos pueden tirar con cosas más contundentes.
Es cierto –dijo Batlle -¿nunca oíste hablar de la Segunda Guerra Mundial?

Por largo rato continuaron debatiendo y se manejaron soluciones.
Al fin, Artigas dijo:
- Bueno, ¿quiénes de mis queridos compañeros están dispuestos a jugárselas una vez más? Todos levantaron la mano. Excepto Rivera que dudó unos instantes y al ver a los otros tan decididos también la levantó.
-Yo me uno a ustedes –añadió San Martín –porque sé lo que está pasando aquí y me atrevo a pedirles, que una vez hecho lo que haya que hacer por el Uruguay, me ayuden a convencer a mis hermanos para ayudarlos a salir a flote. Argentina vive la zozobra y el caos desde hace mucho tiempo y temo que desaparezca también.
Todos los héroes asintieron.

Viendo a la muchedumbre que se encontraba en la plaza, la policía quiso intervenir. Se acercaron tratando de dispersar a la gente, ya que no se había autorizado ninguna manifestación para ese día y se estaba entorpeciendo el tránsito.
Al ver a los policías, todos los próceres se cuadraron y en fila avanzaron como un solo hombre hacia ellos. Artigas se adelantó y les explicó lo que pasaba.
-Está bien, general –dijo el que estaba al mando –pero este no es lugar de reunión, traten de no perturbar la paz de los vecinos o tendremos que desalojarlos-.
-¡Dejame este a mí… – dijo Saravia pelando el facón –que yo le bajo los humos!
El General Artigas lo frenó con un brazo. –Tranquilizate viejo –le dijo –ellos sólo cumplen con su función. Hay que guardar la energía para después por si nos tenemos que enfrentar con el enemigo-. Y volviéndose al oficial le dijo en tono amable pero firme: -No se preocupe, no vamos a causar más problemas, aquí ya discutimos lo que teníamos que discutir. Pero adviértale a sus superiores que no queremos represión contra la gente, eso no lo toleraremos.
Los policías se retiraron con cierto recelo. Enfrentarse a esos seres de tanto tamaño amedrentaba un poco.

El David se acercó al General y le mostró el celular que ya usaba como si conociera desde siempre.
-¡Está bueno –añadió –podemos usarlo para comunicarnos entre nosotros y para armar las movilizaciones!
-Es una buena herramienta –contestó el General mientras lo tomaba entre las manos –preguntale al hombre si puede conseguirnos más.
El resto del día, se dedicaron a organizar la movilización. La mayoría de la gente se dispersó, se preparaban para el acto del día siguiente. El Dante junto al hombre del celular y algunos otros llamaban a los conocidos que vivían en los distintos departamentos del interior para que le hicieran saber a los otros monumentos lo que se planeaba.
Cervantes junto al Dante, Varela, Herrera y Batlle se encargaron de redactar la proclama que leerían y luego entregarían a las autoridades.
Artigas y los otros jinetes iban y venían hablando con la gente para que trataran de convencer a la mayor cantidad de ciudadanos posible.
Saravia por su parte intentaba averiguar cuantas armas y municiones había en el país para un posible enfrentamiento.
Y el canillita aprovechó para vocear las noticias.

Al otro día, bien temprano, todos se pusieron en marcha a la Casa de Gobierno. Se debería llegar a un acuerdo con el Presidente que garantizara la independencia de la Patria. Decenas de miles de manifestantes se plegaron con pancartas y bocinas. Trabajadores y desocupados, amas de casa y estudiantes, comerciantes, artistas, empresarios y estancieros. Adelante marchaban a caballo todos los próceres de bronce.
Era un día gris y frío pero en los corazones llevaban la esperanza cobijada.
Acamparon a media cuadra del edificio que ya estaba rodeado por un cordón policial armado. En los alrededores se encontraba un grupo de corresponsales de diversos medios informativos con sus micrófonos y cámaras de televisión listos para detallar todo lo que ocurriese.
Viendo esto, los manifestantes se plantaron delante del monumento a Luis Batlle Berres para leer la proclama que habían redactado.
Se cantó el Himno Nacional con tanta emoción que muchos hasta lloraron. Se gritaron consignas por la Libertad y la Independencia del país y los periodistas aprovecharon para realizar reportajes.
-Los pueblos tienen los gobiernos que se merecen –repetía Varela, molesto. –Sí, yo dije esa frase y aún la sostengo. Por eso ahora debemos terminar con esta política antes que ella termine con nosotros…
Media docena de reporteros intentaban entrevistar a José Batlle y Ordóñez que se hallaba como siempre vestido con su clásico sobretodo:
-Con todo lo que hicimos para desarrollar este país y en lo que lo han convertido… -decía en tono de resignación –Si hasta me da asco que me invoquen cada vez que hay elecciones-.

Otros periodistas se acercaban a los últimos cuatro Charrúas.
-¿Cómo se siente, señor Viamaca Pirú, ahora que ha vuelto al Uruguay?
El indio miró a la lejanía y contestó en un español no muy perfecto:
-Yo nunca me fui de aquí. Aunque antes me sentía como… dividido…ahora sí estoy completo-.

Después de leer la proclama, todos se acercaron para pedir hablar con el Presidente de la República. La policía no los quería dejar pasar. Artigas pidió que enviaran a alguien para mandarle un mensaje al Presidente. Después de largo rato apareció un hombre de saco y corbata con varios guardaespaldas y se llevó el mensaje que le dio el propio “Jefe de los Orientales”.
La gente estaba impaciente. Artigas y los suyos volvieron a enviar una y otra vez, mensajes para que alguien los recibiera. El Presidente nunca apareció. En cambio llegaron varios camiones cargados de policías y escuadrones de coraceros y granaderos dispuestos a desalojar a todos de allí porque en breve llegaría una delegación muy importante, del extranjero.

La muchedumbre ya furiosa comenzó a insultar a los agentes del orden y hasta le tiraron piedras. Los policías con cascos, escudos y palos en sus manos se abalanzaron amenazantes. Viendo esto todos los próceres de a caballo se prepararon para la lucha.
Los policías arremetieron contra las figuras de bronce y comenzaron a repartir golpes con sus bastones a los héroes. Estos avanzaban perfectamente armados y repelían los golpes con facilidad. El repiqueteo de los palos sobre el metal era incesante. Los policías dejaron paso a otros policías que con máscaras comenzaron a lanzar gases lacrimógenos desde lejos. La mayoría de la gente se dispersó temerosa, tosiendo. Pero a los hombres de bronce no les afectaba el gas y continuaron avanzando.
Los jinetes de la policía no podían hacerles frente a semejantes héroes que avanzaban en línea como un solo hombre.
Los caballos de los policías retrocedían relinchando, asustados ante la enormidad de los adversarios y tiraron a sus jinetes al suelo.

Después que la policía se fue y el humo se dispersó, toda la gente comenzó a salir nuevamente de los escondites, con los ojos llorosos. Contenta aplaudían a sus héroes, aunque muchos temían que eso no terminara allí.

El Presidente de la República y sus asesores discutían acaloradamente en un sótano de la Casa de Gobierno. Tendrían que sacar al ejército a la calle para poder disuadir al pueblo, que los tenía verdaderamente sitiados. No podían posponer la reunión con el delegado internacional, tenían que hacer “buena letra” como les exigían desde fuera. ¿Habrían visto las noticias del Uruguay en el exterior? El Presidente había ordenado no difundir la noticia del sitio por televisión. Pero ahora ya no se puede controlar a todos los medios; está Internet y las radios piratas.
Por fin votaron el decreto para llamar a las fuerzas armadas. Pero Artigas que no era tonto y ya se había enterado lo que planeaba el gobierno había mandado traer todos los elementos que pudieran usarse como proyectiles para defenderse de un posible ataque con armas de fuego.
Saravia llegó al mando con una docena de camiones particulares que transportaban los cañones de la época de la colonia, traídos de los museos y la Fortaleza del Cerro. Habían tenido que luchar con los guardias que los custodiaban y que no querían dejar que se los llevaran. Aparicio y los suyos terminaron por atar a los guardias a las sillas y de paso se llevaron algunos mosquetes y carabinas por si las necesitaban.
Los camiones se detuvieron. Con cuidado, entre muchos hombres fueron bajando los cañones, que colocaron apuntando a la Casa de Gobierno, rodeándola y pusieron al lado de cada uno de ellos varias de las pesadas balas de hierro.
Los periodistas que se hallaban metidos entre la muchedumbre informaban hora tras hora cada movimiento de los héroes y también acerca del silencio de las autoridades.
Todo el país se encontraba paralizado.
Alrededor de la Casa de Gobierno el número de personas superaba largamente las cien mil. Se formaron decenas de fogones. Varias manzanas a la redonda estaban atestadas de gente que aprovechaba para matear y discutir. Ante la situación extrema, más de uno llevaba escondidos entre sus ropas, revólveres y navajas, porque no se irían de allí sin una declaración escrita de que la patria no se entregaría a los extranjeros.
De pronto, comenzaron a llegar camiones del ejército repletos de soldados con fusiles en sus manos.
Se hizo un enorme silencio amenazante. Una docena de hombres se preparó para usar los cañones y los apuntaron hacia los soldados.
Artigas en su caballo –secundado por los demás jinetes -se adelantó.
El General habló en tono respetuoso pero inflexible:
-¡No vamos a permitir el derramamiento de sangre de nuestro pueblo, por eso les ordeno como “General de los Pueblos Libres” que he sido nombrado y creo mantener todavía, que si vienen a reprimir, será mejor que se vayan por donde vinieron o de lo contrario tendrán que enfrentarse con nosotros!
El oficial que estaba al mando –un hombre grande y de cara adusta- lo miró y replicó en tono altivo:
-Nosotros juramos defender el orden de esta patria y por lo tanto seguiremos las órdenes que nos fueron dadas. ¡Usted no nos puede mandar a nosotros porque ya es historia! ¡Usted no existe, al igual que sus amigos de bronce! ¡Este es el siglo 21 no el 19, así que le aconsejamos que se vayan antes de que sea demasiado tarde!
-¡No se lo permitiremos! –gritaron algunos de los héroes al unísono. La aprobación de la muchedumbre se escuchó clara y fuerte.
El oficial volvió a hablar, esta vez a los de carne y hueso.
-¡Tienen cinco minutos para emprender la marcha a sus casas! ¡Aquí no pueden quedarse! ¡Los problemas de la patria no se solucionan así!
Mientras el militar hablaba, la gente lo abucheaba y gritaba indignada: ¡Devuélvannos nuestro país!, ¡Basta de dictadura económica! y otras consignas por el estilo.
Tras unos minutos de incertidumbre llegaron más refuerzos. Los soldados se acomodaron en posición de ataque y avanzaron.
-¡Libertad o Muerte! –gritó Lavalleja y arrancó en su caballo hacia los militares.
Nuevamente se escucharon los golpes de los sables. Los disparos de los fusiles rebotaban en el bronce de las estatuas a las que no podían herir. Artigas, Lavalleja, Rivera, Oribe, San Martín, El Gaucho, los jinetes de El Entrevero y muchos más desplegaron sus fuerzas contra el enemigo. Hasta la mujer de la Libertad se había metido a pelear y manejaba al gladio romano con gran habilidad.
El Viejo Pancho, Herrera y algunos más se encargaban de los cañones, disparando alternadamente y con regularidad haciendo repeler los embates de los soldados.
Media docena de helicópteros surcó el cielo y comenzaron a tirar bombas de humo sobre la gente que corría a guarecerse despavorida.
El humo entorpecía el movimiento de las tropas y les complicaba el avance. Entonces, viendo la desleal diferencia de fuerzas militares, El David tuvo la idea salvadora. Se metió entre la gente más veterana y les pidió los tiradores de sus pantalones, los fue atando uno con otro hasta lograr un enorme elástico que amarró a los “cuernos” del monumento a Batlle Berres, mientras el combate continuaba. Viendo esto, varios de los próceres se le unieron, intentando cubrirlo para que pudiera realizar la tarea. El David tomó una de las balas de cañón, la colocó sobre el centro del elástico y tirando con todas sus fuerzas lo soltó logrando asestar la pesada bala en medio de la máquina voladora que se precipitó al suelo sin remedio. La horrorosa explosión hizo temblar el edificio haciendo estallar los vidrios de sus ventanas…


Me desperté sobresaltado. Temblaba y sudaba copiosamente y el corazón me golpeaba como si quisiera salírseme del pecho. Me senté en la cama, despacio. La luz del sol se filtraba a través de la persiana. Todo estaba en calma. Me levanté, fui al baño y me lavé la cara. Todavía giraban en mi cabeza las imágenes de la pesadilla. Pero poco a poco me fui tranquilizando.
Me acerqué a la ventana del dormitorio, abrí las persianas y salí al balcón. El brillo del sol me dio de lleno en la cara, cegándome por unos instantes. La brisa salobre que venía del mar me envolvió. El ruido del tráfico se escuchaba mezclado junto al arrullo de las palomas que tenían sus nidos en el edificio. Desde allí, el séptimo piso del Palacio Salvo, contemplé la Plaza Independencia que aparecía iluminada por el sol del mediodía. Alguna gente caminaba o descansaba en sus bancos y en medio de la plaza vi la estatua del prócer que se alzaba majestuosa. La miré divertido recordando el sueño que había tenido y entonces sentí un escalofrío que me corrió por la espalda cuando creí ver que por el rostro de Artigas resbalaban un par de lágrimas.

Gerardo Alvarez Benavente - Oct/Nov -2002
Publicado en el libro: "La vida al mango" - 2003 

viernes, 6 de mayo de 2011

EL ÚLTIMO PRÓCER

Me levanté de la cama por la mañana, temprano y alcé la persiana para que entrara la luz del sol. Aún con los ojos semicerrados percibí algo anormal a través del cristal de la ventana. Me refregué los ojos para observar mejor: la estatua que debía erguirse sobre el pedestal en medio de la plaza había desaparecido.
Más asustado que sorprendido encendí el televisor para asegurarme que era cierto. El periodista confirmó mi visión. Al parecer la mayor parte de los monumentos y estatuas del país habían desaparecido misteriosamente durante la noche.
La policía aseguraba que terroristas muy bien organizados eran los responsables de semejante empresa y que habían logrado su objetivo: robar los monumentos mientras las sombras de la noche los cubrían. Sin embargo, esto no parecía posible, eran cientos de estatuas y en distintas ciudades, ¿cómo podrían llevar a cabo semejante labor en unas horas y sin que nadie observara nada?
Los políticos acusaban: es una conspiración para destruir la memoria colectiva de la Nación. Pero tampoco tenían argumentos creíbles para tal empresa.
Un gran revuelo se extendió por todas partes mientras la policía intentaba rastrear a los criminales.
Yo miraba la televisión y no salía de mi asombro al comprobar que no estaba loco. Temía lo peor y no me animaba a salir a la calle.
En la televisión, el periodista continuaba relatando lo ocurrido mientras las cámaras enfocaban las plazas de distintas ciudades. En todas ocurría lo mismo, los pedestales se alzaban desnudos sin sus habituales figuras de bronce o mármol. Realmente daba pavor.
Al terminar la reseña varios números de teléfono aparecieron en pantalla para que todo aquel que hubiera visto algo o tuviera alguna pista se comunicara con el canal o con la policía misma.
Así fue pasando el día sin mayores noticias sobre lo ocurrido, excepto por algunos bichicomes que dormían en las plazas y que aseguraban haber visto desplazarse sobre sus propios pies a las estatuas, como si fueran de carne y hueso. La policía no creía en sus palabras pues era común que tales individuos estuviesen alcoholizados, aunque de todos modos, ellos no tenían respuestas.


***


Como un gran éxodo todas las figuras marchaban por la ruta con rumbo norte. Las estatuas de Artigas, San Martín, Oribe, Sócrates, El Dante, Saravia, Batlle, Herrera, Confucio, Varela, los cuatro Charrúas juntos con La Carreta y La Diligencia y un sin fin de otros monumentos que se fueron sumando desde los distintos puntos del país. Todos iban a paso cansino, cabizbajos, resignados...
Cuando llegaron a las afueras de la heroica Paysandú llegó Leandro Gómez junto a otros más para unírseles.
-Yo ya estoy acostumbrado a perder, a pesar de mi tenacidad
-dijo Gómez -sé resistir hasta el final.
-Y yo también -acotó San Martín quien no era bien visto por algunos después de los problemas que Uruguay había tenido con la Argentina.
Inmediatamente Artigas se apresuró a defenderlo:
-Él también ha sido traicionado y parece que ya nadie se acuerda de ninguno de nosotros-.
-Sí, los gringos son los que mandan. Si hasta quieren poner el monumento de George Washington acá -acotó Leandro Gómez.
-Bueno pero no se trata de eso, Washington tuvo sus ideales y no tiene la culpa de lo que han hecho sus descendientes. Si estuviera aquí estoy seguro que se nos plegaría -terminó Artigas.
-Pobre Pepe, al final volverá al Paraguay -aseguró San Martín.
-¿Y nosotros qué? -intervino Lavalleja- tanta revolución, tanta "Libertad o Muerte" para que los gringos terminaran quedándose con todo. ¿Para eso logramos la Independencia?
Confucio que iba unos metros detrás reflexionaba en silencio. De pronto miró a los que hablaban delante y les dijo en un precario español:
-La vida es como una rueda, todo gira siempre, a veces nos toca estar arriba y otras, abajo.
-¡Callate chino! -acotó Sócrates- Yo terminé tomando Cicuta porque decían que pervertía a la juventud. ¡Al final siempre es lo mismo!
-Hermanos... -empezó Juan Pablo II que se apoyaba en su cruz para caminar- ...nuestro sacrificio será retribuido algún día, no debemos abandonar a nuestro querido pueblo...
-¡Déjese de joder! -le espetó ofuscado el Viejo Vizcacha que llevaba el mate en la mano- que me viene a hablar de sacrificio, si ustedes quemaron como a doscientos mil en la hoguera, persiguieron y mataron durante siglos...
-...nosotros ya hemos pedido perdón por lo hecho en el pasado... -le respondió en tono humilde el Papa -...pero aún así debemos mirar a nuestros semejantes y velar por su seguridad.
-Por favor -terció Cervantes-. No vale la pena pelear, yo también pertenecí a la iglesia, como hermano franciscano, y puedo decir que no todo fue tan malo. Al fin de cuentas en mi época también se vivía en la ignorancia, yo no escribí Don Quijote porque sí.
-Ni yo -aseguró Dante Alighieri- ¿o por qué se creen que compuse la Divina Comedia, ahora también hay unos cuantos que se irán al Infierno.
-Sí, pero uno se descorazona un poco -dijo Varela, que los venía escuchando atentamente- yo hice lo que pude para lograr la mejor educación y sin embargo...
-Y nosotras, las maestras, intentamos continuar tu obra -dijo una gran estatua rosada- pero no es fácil, con todo esto de la televisión y los videojuegos.
Otros monumentos caminaban sin emitir palabra. La mujer de la Libertad marchaba con la bandera doblada bajo el brazo, cabizbaja.


El grupo de gauchos de El Entrevero que iban a caballo cerca de Artigas formados en fila iban comentando en voz baja:
-¡Yo creo que hay que pasarlos a degüello a esos gringos! -señaló uno con decisión-.
-Sí, pero no es tan fácil -le respondió otro- los tiempos han cambiado.
Todos juntos continuaban su marcha. Algunos paisanos al ver pasar la caravana salían de sus ranchos y se asomaban a la ruta para ver el extraño espectáculo. Y desde sus teléfonos móviles se comunicaban con otros. Al fin, la policía recibió la noticia y se apresuró a organizar una redada.
Cuando el sol se puso tras el horizonte todos los próceres y demás estatuas se detuvieron para descansar en medio del campo, cerca de un arroyo, pues hacía horas que caminaban, la mayoría desde la capital.
Los jinetes desmontaron -dejando a todos sus caballos juntos, los que se pusieron a empujar el pasto con su hocico como si pastaran, mansos.
Las figuras se agrupaban según sus afinidades o formaban rueda para matear y más tarde también se dispusieron a acostarse sobre el pasto húmedo y blando, no sin antes montar una guardia, por las dudas.
El manto negro de la noche los cubrió a todos, quienes durmieron plácidamente como hacía años. Y cuando el sol volvió a asomar tras los cerros y sus primeros rayos iluminaron el campo desierto, todos se pusieron en pie.
El David -que estaba desnudo como siempre- se puso a hacer algunos ejercicios con los brazos y flexiones de piernas para sacarse el frío mañanero, algunos otros lo imitaron.
La madre con su hijo en brazos lo miraba de reojo, callada y cada tanto le daba el pecho a su hijo.
El Papa hizo sus oraciones matinales y le pidió a Dios ayuda para el pueblo hermano que la necesitaba.
Algo parecido hizo Iemanjá, que irradiaba luminosidad por sus ojos. Oraba en silencio por la prosperidad de los pueblos. Más tarde, se echó a nadar en las aguas del arroyo y todos los hombres revolucionados por la visión de su belleza se acercaron al arroyo para verla salir del agua. Entre ellos El David -que estaba fascinado- no todos los días se podía estar al lado de una verdadera "diosa". Pero ella no le prestó atención, se secó y se sentó al lado de varios gauchos a matear.
La gente enterada de la noticia, se acercó adonde se encontraban los próceres para averiguar lo que ocurría y los canales de televisión, la radio y demás medios de comunicación se hicieron presentes con sus enviados especiales.
A media mañana el campo se había transformado en una pequeña ciudad debido a la enorme muchedumbre. Cómo es habitual más de uno había aprovechado para hacerse el mango e instaló sus puestos de venta de empanadas y tortas fritas, panchos, estampitas, botas de gaucho, venta de celulares y un sin fin de objetos para la ocasión.


Muchos fieles aprovecharon para pedir perdón y escuchar las palabras del Papa en una misa improvisada, mientras quienes veneraban a la diosa del mar, le traían ofrendas a ella y se las depositaban a sus pies, rogándole que les diera prosperidad y no los abandonara.
Artigas miraba -al pie de su caballo- cómo se acercaba la gente y recordaba la frase de Confucio, "el mundo es como una rueda", parece que después de todos estos años, la historia vuelve a repetirse.
Los periodistas se peleaban por obtener la palabra de los involucrados de primera mano y andaban arrastrando sus micrófonos y demás implementos.
-¿Qué es lo que ocurrió, por qué se fueron de sus pedestales?, ¿fue un secuestro?, ¿fueron terroristas? -comenzaron.
-No, nos fuimos por nuestros propios medios porque no aguantamos más la situación -comentó Batlle.
-¿Qué situación? -preguntaron varios.
-Estamos cansados de que nadie nos respete y sabemos que nos quieren eliminar.
-¿Cómo es eso?
-Es que nos quieren sacar de los pedestales -dijo casi en un grito Varela -Quieren utilizarlos para colocar a nuevas figuras extranjeras o símbolos del poder dominante. Incluso alguno llegó a sugerir, según escuchamos, alquilarlos a empresas multinacionales para sus propagandas.
-Sí -acotaron varios -La verdad que estamos muy cansados y resignados, así que decidimos irnos -terminó José Pedro.
-¿Pero adónde?
-Lejos de aquí, parece que ya a nadie le quedan valores humanos, sólo les interesa el dinero -intervino Batlle nuevamente.
-Pero, ¡No se pueden ir! -dijeron con tono asustado algunos de los cronistas.


La policía llegó finalmente en sus jeeps y camionetas. Bajaron de los autos y se acercaron a la multitud.
-¡Dejen pasar, vamos, no estorben! -decía el principal con tono autoritario.
Por fin varios de los policías se acercaron adonde estaban las estatuas y el que tenía el mayor rango preguntó:
-Muy bien, los encontramos. Ahora por favor dígannos ¿qué ocurrió, los vieron, cómo fue el secuestro?
Algunas de las estatuas se pusieron de pie y se acercaron ante los ojos atónitos de los guardias del orden y les explicaron lo ocurrido.
-No puede ser, ustedes están encubriendo a alguien, sabemos que hay terroristas árabes que tienen interés...


-No comprenden, nos fuimos nosotros. No hubo terroristas, ni secuestro, fue una decisión conjunta.
Los policías aún no salían de su asombro y no comprendían cómo podía ser posible semejante hecho. Resignados ante las explicaciones que le daban las figuras de bronce y la gente que se encontraba allí, no tuvieron más remedio que dar esa explicación por radio a sus superiores.
Yo continuaba clavado en mi apartamento mirando la televisión y escuchando atentamente lo que decían.


***


El revuelo fue mayor cuando ya cerca del mediodía, las estatuas retomaron su camino, impertérritas, decididas a abandonar nuestra patria. Tras ellas partió una muchedumbre, a caballo, en sulky o simplemente a pie, porque decían que adonde fueran los héroes, allí existiría una nación.
Y por el medio del campo las enormes figuras caminaron a paso cansino, con rumbo desconocido, cruzaron la frontera y desaparecieron para siempre...


Unos días más tarde al contemplar distraído la plaza a través de mi ventana pude ver que en el lugar donde siempre se hallaba la estatua de Artigas, estaban ahora colocando un enorme teléfono celular.

Gerardo Alvarez Benavente
Oct-Nov/2006

jueves, 27 de enero de 2011

Fiebre de PC

Ya que estamos en esto de la Informática y la Internet viene bien este relato breve:

1
Iván Cluído había sido toda la vida un comprador compulsivo. Y desde que se creó INTERNET lo fue más aún. Desde su terminal podía comprar cualquier cosa que se ofreciera en las millones de páginas destinadas a ello. Poseía todas las tarjetas internacionales y una cuenta en el banco. Aunque ésta última se había ido achicando, producto de sus continuadas compras. Desde lapiceras con la efigie de algún actor famoso, discos, películas antiguas, camisetas autografiadas, libros, electrodomésticos y cualquier otra cosa que considerase útil o simplemente interesante. Con sólo clickear el botón del mouse y llenar los casilleros correspondientes a sus datos personales y número de tarjeta, ya eran suyos. Bastaba esperar algunos días a que le enviaran el pedido y listo. Nada más fácil. Había tenido que vender el auto -herencia de sus padres- para poder costearse los gastos de todos sus amados objetos que ya llenaban habitaciones enteras a las que ni siquiera se podía entrar por estar abarrotadas.
Eran tantas y tan variopintas las cosas que había llegado a adquirir que llamaba al asombro. Hasta un terrenito en la Luna y otro en Marte, vendidos por un inescrupuloso señor que se había encargado de "lotear" cada cuerpo celeste del Sistema Solar para venderlos en parcelas. A él le pareció algo novedoso y muy interesante aunque sin duda poco práctico, ya que difícilmente podría llegar a disfrutarlos. Pero eso a él le tenía sin cuidado. De todas formas continuaba admirando los títulos de propiedad colgados en la pared y los planos de tan hermosas adquisiciones. Ocasionalmente releía la Constitución de la Luna y la de Marte con afán de cobrarles a los posibles intrusos que se atrevieran a posarse allí sin su autorización.
Todavía hoy continúa comprando cosas por la red aunque de su cuenta en el banco bien poco le queda. Ha tenido que vender muchos de sus bienes para continuar subsistiendo. Pero él es feliz así.
Y cuando se quede sin nada de dinero y ya no pueda comprar más, se contentará con admirar sus objetos obtenidos por la red, atesorados como si fuesen los trofeos de alguna importante competencia.

martes, 11 de enero de 2011

Un microcuento

Últimamente están de moda los micro cuentos, que son cuentos muy cortitos, menos de media página en general. A veces no son más que un chiste o una idea pero que supuestamente comunican algo. Recientemente se han realizado concursos por celular, mandando SMS con estos microcuentos, pero estos microcuentos vienen de hace mucho, quizás el más famoso es el de Augusto Monterroso: "El dinosaurio" que dice:

"Cuando despertó, el dinosaurio aún estaba allí"

Yo no soy muy afecto a esto de los microcuentos pero porque tiendo a narrar demasiado, aunque tengo algunos.
Por ejemplo, parafraseando a Monterroso podría hacer uno así:


"Cuando despertó, el gliptodonte todavía estaba allí. Junto a los demás lo cazaron. Comió y se volvió a dormir"

otro que se me ocurrió:

"En el principio era el Orden, todos los ecosistemas funcionaban correctamente. Pero entonces a Dios se le ocurrió crear al Hombre..."

En fin, para empezar este año con alguna idea, espero que anden bien.