viernes, 26 de abril de 2024

La sangre de Frankenstein

 


Yo estaba con otros tres chiquilines de segundo año de escuela jugando en el patio cuando a uno de ellos se le ocurrió ver las vitrinas del museo del primer piso donde estaban los salones del liceo.

Íbamos los cuatro sabiendo que lo que hacíamos era algo prohibido. Subimos la escalera y torcimos a la derecha por el amplio corredor donde se hallaban los salones de clase de la secundaria. Estaba todo bastante silencioso porque a esa hora el liceo no funcionaba. A la derecha del corredor -frente a los salones- estaban las vitrinas de madera iluminadas por la luz del día que entraba por las ventanas que cada tanto se abrían en esa pared. Eran una serie de cinco o seis con varios estantes de vidrio, distribuidas a lo largo del corredor y una más grande al fondo del pasillo junta a la puerta del laboratorio de química y física.

Cada una tenía varios animales disecados. Nosotros queríamos observar todos esos bichos y cosas raras que se encontraban tras los vidrios y que nos llamaban la atención. Caminamos sigilosos tratando de no hacer mucho ruido y comentando en voz baja, no fuera que alguien nos corriera. Avanzamos despacio y nos detuvimos a observar las distintas especies que se exhibían cada una con su respectivo cartelito de cartón donde figuraban el nombre común y el científico y alguna otra característica. Había un coatí disecado, una lechuza, un gato montés y algunas aves pequeñas. También insectos, pinchados con alfileres sobre plataformas de espuma-plast como escarabajos y mariposas.

El silencio continuaba, sólo se escuchaban los gritos apagados de los otros niños que jugaban un partido de fútbol en la cancha principal, afuera, en el patio. Cuando llegamos a la última vitrina, que estaba sobre la pared del fondo, nos detuvimos curiosos ante una serie de implementos científicos, había tubos de ensayo y balanzas y otros objetos de los que no teníamos ni idea lo que eran.

Estaba mirando atentamente un mechero cuando uno de los compañeros que iba con nosotros gritó:

–“¡Miren ahí –y señaló- la sangre de Frankenstein!”

Yo vi un líquido rojo dentro de un tubo raro y el cartel que decía la palabra “Frankenstein”, sentí como un golpe en el estómago, y todos salimos corriendo asustados.


Volvimos al patio y yo no me podía sacar la impresión de lo que había visto. Así que el monstruo de Frankenstein existía y alguien había conseguido guardar parte de su sangre, allí. En mi mente de siete años, no cabían dudas. Y le di vueltas el resto del día a esa idea en mi cabeza.

Cuando llegué a casa seguía sintiéndome mal y creo que mi madre se dio cuenta porque me preguntó si me pasaba algo. A lo que yo respondí negativamente. No quería que ella supiera que había hecho algo indebido en el colegio. Pero se ve que la impresión había sido fuerte porque esa noche soñé con Frankenstein y me desperté gritando como me pasaba casi siempre que me asustaba por algo.

Al otro día por supuesto vinieron las preguntas de mis padres.

-¿Qué te pasaba anoche que gritabas? ¿Tuviste una pesadilla?

Yo seguía sin contarles nada.

Al fin, luego de mucho rato de preguntas largué prenda y les conté lo que había visto.

-¡Era la sangre de Frankenstein, yo la vi!

Mi madre se puso a reír y mi padre me dijo:

-No, Marito, ¿cómo puede ser? ¡Si Frankenstein no existe, es un personaje inventado!

-Ha de ser otra cosa –aseguraba entre risas mi madre- ¡vos leíste otra cosa, era algo de química o vaya saber qué!

Pero yo seguía insistiendo, seguro de lo que había visto.

-Bueno -dijo mi padre decidido -¿sabés lo que vamos a hacer? Vamos a ir hoy a la escuela y nos vas a mostrar eso que viste. Así te convencerás que no existe Frankenstein.

No me hacía mucha gracia volver allí, pero yendo con mis padres no habría mucho peligro.


Salimos los tres, yo iba nervioso pero convencido de tener razón. Llegamos a la escuela, entramos y no bien subimos por la escalera, les dije: ¡Es allá! Y les señalé la vitrina del fondo.

-¡Bueno, vamos! –dijo mi padre, ¿a ver dónde está?

Cruzamos el corredor que se hallaba vacío y silencioso -igual que el día anterior- y la luz del sol que entraba por las ventanas iluminaba las vitrinas.

Caminamos hasta el final y a medida que nos acercábamos yo me sentía cada vez más nervioso y a la vez más seguro de mi mismo. ¡Ahora iban a ver mis padres como yo tenía razón, porque Frankenstein existe y ahí se hallaba la prueba!

-¡Allí! –les señalé donde se encontraba el tubo con forma rara y la sangre.

-…Ahí dice… “Pulsómetro de Franklin” –aseguró mi madre con voz de triunfo. Mi padre sonreía.

Yo quedé paralizado y leí atentamente la tarjeta que había sido escrita a mano. Realmente decía Franklin y no Frankenstein y ni rastros de la palabra “sangre”.

-Ese líquido, es agua coloreada –aseveró mi padre.

El tubo de vidrio era largo y cada extremo terminaba en una esfera del mismo material. En una de esas esferas se hallaba “la sangre” que yo había visto.

-Bueno, ¿te convenciste? –preguntó mi padre. ¿Estás más tranquilo ahora? ¡Y a ver si esta noche no gritás!

Nos fuimos caminando por donde habíamos venido.

Me sentía algo decepcionado pero a la vez mucho más aliviado de saber que mis padres tenían razón –como la mayoría de las veces- y que Frankenstein no existía o por lo menos que allí no había nada de él por lo que pudiera temer…


sábado, 2 de marzo de 2024

Útiles

 

         Teníamos que comprar los útiles para la escuela. Con mi madre y mi hermana, fuimos a la librería Barreiro y Ramos que quedaba a la vuelta de casa, en el Paso molino.

El edificio era antiguo con el frente oscurecido por el tiempo y las vidrieras repletas de los libros de texto multicolores para la escuela y el liceo del año que comenzaba. 

En el centro del salón se amontonaban varias mesas colmadas de cuadernos y útiles; y en las estanterías que llegaban hasta el techo podían verse cientos de libros de distintos grosores y colores. Muchas madres con sus hijos esperaban turno para ser atendidas por los empleados que no daban abasto con tanta demanda. Los chiquilines deambulaban por el salón, mirando mientras aguardaban. 

Mi madre había llevado bastante dinero para comprar todo lo que necesitábamos para ese año. Ya me habían comprado la túnica blanca nueva porque la otra estaba deshecha, un pantalón vaquero Far West que era bien abrigado para el invierno y los zapatos Incalflex nuevos también porque los otros ya me quedaban chicos y también estaban destrozados. 

El murmullo iba en aumento en la medida que se amontonaba más gente y los chicos se impacientaban, porque se acercaba la hora de cerrar. Los empleados  apurados trataban de conseguir todo lo que les pedían. Algunos chiquilines ya se iban cargados de montañas de libros y cuadernos, felices. 

A mí me llamó la atención un globo terráqueo grande que había en una estantería, tan lleno de colores donde mostraba todos los países del mundo sobre el fondo azul que representaba los océanos. Estaba inclinado sobre su eje y se podía hacer girar.

-¡No toques eso -me retó mi hermana -que lo podés romper y después mamá lo tiene que pagar!

Pero yo no le hice caso y lo seguí mirando. A mi la geografía me encantaba y ver todos los nombres de los países, algunos tan raros y lejanos.

-¿Ves? -le dije a mi hermana -Acá estamos nosotros -le señalé el diminuto país que apenas se veía -¡Y cuando yo sea grande voy a viajar por todo el mundo!

-¿Ah, sí? -se rió mi hermana-.

-¡Sí, voy a viajar a China, a la U.R.S.S. y también a Japón porque voy a ser una persona muy importante! -le aseguré.

-Bueno -se desentendió ella -¡Pero ahora estás acá y mejor que prestes atención y saques buenas notas!

-¡Yo me saqué buenas notas en Geografía! -le retruqué enojado-.

-Sí, ¡pero en Aritmética no y en Historia tampoco! 

La Historia a mi me aburría un poco y la Aritmética me resultaba difícil con todos esos problemas... Pero las tablas de multiplicar me las aprendí de memoria. Y la geometría me encantaba.

Nuestra madre nos llamó porque ya la iban a atender. 

-Yo quiero ese globo terráqueo -le pedí.

-Bueno, después vemos. Ha de ser caro y tenemos bastantes cosas que comprar -me aseguró ella -Pasame la lista de los útiles. 

Se la dí.

-A ver... cuatro cuadernos de 100 hojas rayadas, dos de 50 hojas rayadas y un cuaderno de dibujo de hojas blancas -pidió mi madre. 

El dependiente -un hombre flaco y canoso- los trajo.

-También precisa una cartuchera!

-¡Que sea bien grande para poder poner de todo! -le aclaré.

El hombre nos mostró varios modelos. Simples y de dos pisos, con cierre de metal.

-¡Esta quiero! -aseguré- Era preciosa, con un dibujo escocés en rojo y azul.

-Dos lápices Faber n°2, negros, una caja de lápices de 12 o 24 colores, una goma de pan, un sacapuntas de metal... ¿Qué más...?.

-¡También preciso el juego de geometría!

El dependiente nos mostró:

-Este viene con semicírculo, un compás, una regla chica y dos escuadras...-

-Un frasco de goma líquida para pegar o cascola y un paquete de papel glacé de colores... 

-¿Está todo? -preguntó mi madre.

-Sí, ahora faltan los libros.

Me acerqué y leí la lista. 

-Preciso el libro de lectura para cuarto año, el de Historia del Uruguay, el de Geografía... 

El empleado iba y venía trayendo y apilando sobre el mostrador lo que le íbamos diciendo. Cada vez la pila crecía más.

-También necesito un Diccionario Escolar-.


Algunos de los libros eran los mismos que había usado mi hermana y no necesitamos comprarlos. Otras veces los comprábamos de segunda mano. Íbamos a la librería de usados que salían más baratos. Pero mi hermana había pasado al liceo y todo era distinto.  

Por suerte no teníamos que comprar cartera. Usaría la misma de cuero marrón que tenía dos bolsillos con broches plateados y que llevaba hacía un par de años.

El olor a papel y cartón se mezclaba con el de las maderas de los estantes y los mostradores. Mi hermana quería una caja de lápices de colores grande, de esos con 48 colores pero eran caros. A ella le encantaba dibujar. A mi, no mucho. Me gustaba más jugar a la pelota.

-Ella necesita una caja de colores Caran d'ache -le dijo mi madre al dependiente. 

El hombre trajo una con 36 lápices y otra con 48 y le dijo los precios. Mi hermana se acercó a mirarlas. El hombre abrió una. Era de lata con un dibujo de muchos colores donde estaban puestos todos los lápices cada uno en su canaleta para que no se movieran.

-Preguntale cuánto sale el globo terráqueo -le recordé.

-¡Ahora no, m'hijo! -me reprendió. -Cuando venga tu padre le pedís a él o a tu abuelo que le gusta hacerte regalos.

-¡No vale! -me quejé –¡A ella le comprás los lápices y a mi no me comprás lo que quiero!

-Ella precisa los lápices porque empieza el liceo y tiene que tener de los buenos porque le exigen para Dibujo y si no capaz que no saca buenas notas. 

Mi hermana se dio vuelta y me sacó la lengua burlándose. Yo le pegué una piña en el hombro.  

-¡Ay... portate bien, Carlitos que estamos en un comercio! -me retó mi hermana.


Al final, luego que mi madre pagó todo, salimos con dos enormes paquetes, uno cada uno. Mi hermana iba feliz porque llevaba la caja de colores que quería. 

Ya había oscurecido y muchos comercios habían bajado las cortinas. Los automóviles y ómnibus andaban todavía por la calle y algunas personas iban o venían apuradas, llegando de los trabajos. 

Entramos a casa cargados con los paquetes y yo me puse enseguida a mirar los libros. Mi hermana lo primero que hizo luego de lavarse las manos fue abrir la caja de colores y ponerse a pintar en unas hojas blancas grandes. Los colores eran preciosos, acuarelables. Pero como estábamos muertos de hambre, pronto nos fuimos a tomar la cocoa y a comer algo. Nuestro padre llegó un rato después y nos saludó con un beso. Le mostramos lo que habíamos comprado y mamá le contó lo que habíamos hecho. Yo aproveché para decirle del globo terráqueo. 

-¡Un globo terráqueo! Yo siempre quise tener uno -empezó con gran entusiasmo pero luego vio a mi madre que lo miraba con cara de reproche y acotó: -¡...bueno, pero primero vamos a ver como vienen esas notas! -y me guiñó un ojo-.

-¡Voy a tener que estudiar mucho! -dije resignado a mi madre. 

¡Aunque me parece que me lo voy a ganar de todas formas!