domingo, 10 de junio de 2018

En el aire




Como todas las tardes a esa misma hora, me senté en el sillón del living a escuchar mi programa musical preferido. Se trataba de los grandes genios del Rock and Roll. Músicos y bandas de los años cincuenta, sesenta y setenta desfilaban a lo largo de esa hora, retrotrayéndome en el tiempo, haciéndome recordar viejas épocas.
Me gustaba escuchar el programa, con el termo a un lado, saboreando un buen mate amargo que solía acompañar con algún pan con grasa o galletas dulces recién comprados en la panadería de enfrente. Entonces me ponía a recordar viejos amores, la época de la psicodelia y los hippies, las asambleas y las marchas estudiantiles, los grandes ideales… luchábamos por un mundo mejor... Ahora parece que todo eso se acabó; sólo me resta escuchar la radio y recordar, solo, en este apartamento alquilado.
De repente en medio de una canción escuché un crujido que provenía del radiograbador. Miré. La rejilla del parlante se había partido. Me puse de pie para ver mejor, algo sobresalía… ¡Es increíble, pero parecía el mástil de una guitarra! Inmediatamente emergió del parlante el resto del instrumento y con el… quien lo ejecutaba. Pensé que se trataba de una alucinación o algo así. Después, otros integrantes de la banda que estaba sonando en la radio fueron apareciendo de a uno, retorciéndose para intentar pasar los instrumentos. El baterista sólo trajo los palillos y un tambor pequeño. Uno de ellos alzó la mano y me dijo: “¡Hello!”. Yo le devolví el saludo, sin salir de mi sorpresa y los invité a sentarse.
Eran mis músicos preferidos y estaban allí conmigo, pensé que era un sueño. Un sueño del que despertaría en cualquier momento.
Cuando terminó de sonar la canción el locutor anunció otras más de la misma época. Y entonces la escena volvió a repetirse: los músicos que las ejecutaban fueron atravesando el parlante y entrando al living de mi casa. Me empecé a sentir muy perturbado. En pocos minutos había más de veinte personas en mi apartamento. Unos conversaban entre ellos, otros miraban asombrados el lugar que no conocían. Entonces yo me presentaba y los invitaba a sentarse. Como no tenía mucho que ofrecerles decidí llamar al supermercado para que me enviaran un cajón de cervezas. En cuanto me lo trajeron se pusieron a destaparlas y a beber una tras otra.
Jimmy –observándome con curiosidad- me preguntó qué era lo que yo tomaba y me pidió para probar. Seguramente creyó que era algún alucinógeno. Chupó de la bombilla con curiosidad. En seguida otros hicieron lo mismo. Les expliqué lo que era y muy pronto algunos se pusieron a tomar con fruición. Excepto David que puso cara de asco y prefirió continuar con la cerveza.
El termo estaba vacío. Me levanté y mientras esperaba en la cocina a que el agua se calentara trataba de entender lo que estaba ocurriendo. Ellos estaban allí no sé por qué razón, con sus atuendos floreados, sus pantalones anchos y el pelo largo. Veinte años atrás me hubiera sentido muy feliz al poder estar frente a frente con mis ídolos, dialogar con ellos, intercambiar opiniones acerca de su música y de la situación del mundo. Sin embargo, ahora una vaga sensación de angustia me invadía poco a poco sabiendo que esa época ya no existe y que los ideales se hicieron pedazos.
Los veía con sus veinte años, con su inconciencia y su fervor. Probando hierbas raras o hablando de gurúes orientales. Intentando tocar la cítara como si fuera una guitarra eléctrica. Era como ver una película por segunda vez conociendo el final. Peor aún, lo veía a Jimmy, enloquecido tomando de mi mate y me acordaba de la sobredosis que lo mataría después. ¿Debía decírselo?. ¿Debía decirle a John que un loco lo asesinaría en plena Nueva York?
Eric se acercó a mí para pedirme otra cerveza, se la alcancé y con el termo lleno nos fuimos al living nuevamente. El resto estaba sentado en el suelo formando una ronda, probando sonidos y parloteando animosamente.
La radio se había quedado muda, así que les pedí que tocaran algo para mi y así lo hicieron. Pasamos un largo rato; ellos cantando y yo acompañándolos cuando conocía la letra. Sin darme cuenta le pedí a Mick que cantara un tema que aún no había compuesto. Yo me olvidé de su edad; todos ellos todavía estaban en los años sesenta. Entonces al darme cuenta de la delirante confusión de lo que nos sucedía, les expliqué que estábamos en otra época y cité datos actuales de algunas revistas. No quería desilusionarlos pero tampoco mentirles. Les traje mis discos más recientes y libros con sus biografías. Todos se pusieron ansiosos por ver lo que les deparaba el destino. Leían con avidez pasando páginas y más páginas para saber de su futuro. Creo que a algunos no les gustó demasiado porque optaron por dejar los libros a un lado y continuar bebiendo.
Paul me preguntó: “Pero en serio, ¿voy a dejar la banda para lanzarme como solista?” y Eric me pidió que le pusiera uno de mis discos para copiar la melodía con su guitarra, asombrado de su propia y futura composición.
El tiempo transcurrió rápidamente Ya era de madrugada cuando alguien dijo: “Tenemos que volver”. Entonces les pedí que me dieran sus autógrafos y hasta intercambié alguno de mis discos por sus objetos personales.
Me preguntaba como harían para irse y no romper más mi radio, aunque no fue difícil. El primero introdujo el pie por el parlante, luego se retorció un poco y desapareció. Lo mismo hicieron los demás.
El apartamento quedó silencioso y vacío. Me acerqué al radiograbador y lo observé: detrás de la rejilla rota se veía el cono del parlante intacto. Sentía una profunda desazón al darme cuenta que esa época no volvería nunca más, pero les agradecía que hubieran irrumpido en mi apartamento porque me habían mostrado -sin saberlo- todo lo que significó para mi y es por eso que sigo escuchando el programa todos las tardes.


Gerardo Alvarez Benavente
del libro “Trans-formaciones” - 1997

sábado, 31 de marzo de 2018

Allá cerca había una guerra


Era el 2 de abril de 1982. Vimos en la televisión la noticia de que el ejército argentino tomó por la fuerza las islas Malvinas y le declaró la guerra al Reino Unido.
Mi padre exclamó:
-¡Ay, justo ahora que ya tenemos los pasajes para ir a Buenos Aires, mañana!-
Mi madre y yo pensamos lo mismo. Ya estábamos acomodando la ropa y demás objetos que íbamos a llevar para el viaje en nuestros bolsos.
El temor de la guerra que se vendría nos invadía a todos. En la televisión las imágenes mostraban al dictador Leopoldo Fortunato Galtieri en el balcón de la Casa Rosada siendo vivado por el pueblo argentino reunido enfrente, en la Plaza de Mayo y los comentarios de gente que era entrevistada sobre el tema. “Las Malvinas son argentinas” decían orgullosos y desafiantes.
Una semana antes, Galtieri estando en el mismo lugar enfrentaba a la multitud que se hallaba en la misma plaza pero demandando y protestando por las condiciones de vida y contra la dictadura.

El día 3 de abril salimos rumbo a la agencia de viajes cargando nuestros bolsos pensando que después de todo las Malvinas estaban muy lejos de Buenos Aires, a miles de kilómetros y que si los ingleses enviaban tropas demorarían en llegar.
Tomamos el ómnibus que nos llevaría a Colonia donde haríamos el transbordo al barco que nos cruzaría el Rio de la Plata.
Yo tenía entonces 17 años y no conocía la capital argentina.
Recuerdo que en el barco el comentario general de todo el mundo giraba en torno a la Toma de las Malvinas. Algunos aplaudían el hecho, otros lo criticaban pero en general había cierto temor sobre el problema que se avecinaba si se desataba la guerra.
-Si quieren venir, que vengan... le presentaremos batalla - había dicho Galtieri desafiando al gobierno de Margaret Thatcher, la “Dama de Hierro” como se la conocía.
Llegamos al puerto de Buenos Aires una tardecita apenas fresca y para mi todo era novedad. Desembarcamos, yo, con mi ansiedad de conocer esa ciudad que a mis padres les encantaba.
Luego de pasar por la aduana y las revisaciones de rutina tomamos un taxi, de la larga fila que se concentraban allí para trasladar a los visitantes a sus destinos respectivos. En nuestro caso, nos alojaríamos en un hotel del centro.
No bien arrancó el taxi me puse a mirar por la ventanilla los edificios, las plazas, la gente. Lo primero que me llamó la atención fue la cantidad de banderas argentinas que se veían en muchos edificios.
El taxista, un hombre de mediana edad, morocho, hablaba con alegría y nos preguntaba por nuestro viaje. Mi padre y mi madre le explicaban que estábamos por unos días y que yo era la primera vez que llegaba a la ciudad. En un determinado momento, con tono exultante dijo el taxista: - Y... ¿qué se dice allá en Uruguay sobre lo de las Malvinas? -
Mi padre le contestó algo que supongo hasta hoy se ha de estar acordando.
- Que una guerra se sabe como empieza pero no se sabe como ni cuando termina-.
El taxista se rió como quitándole importancia pero la frase no pareció caerle muy bien.

Llegamos al hotel, situado en Avenida de Mayo a poca distancia de 9 de Julio. Era un edificio antiguo pero bien conservado. La habitación que nos tocó era confortable y amplia, con muebles de estilo y muy buen gusto.
Desde la ventana de mi habitación que daba a la calle podía verse una larga fila de muchachos apenas un poco mayores que yo, con 18 o 20 años que desde la mañana temprano se acercaban a la oficina de enrolamiento para ir a “pelear a las Malvinas”, con aspecto de quienes van de campamento o de paseo, sin siquiera sospechar lo que les esperaba.
Esos días anduvimos por distintos lugares recorriendo las avenidas y los comercios y siempre se veía a la gente con aspecto de contenta, se oían comentarios sobre la guerra con voz de esperanza y de desafío. En los kioscos, las revistas tenían impresos en su margen superior izquierdo una franja con la bandera argentina y la leyenda “Las Malvinas son Argentinas”. Ya se tratara de Patoruzú, Gente o El Gráfico, todas decían lo mismo al igual que los diarios.
Recorrimos la calle Corrientes con sus teatros y confiterías, caminamos por Lavalle -la calle de los cines- y anduvimos por Florida, recorriendo las múltiples tiendas. Me maravillé al andar en Subte, algo que nosotros no tenemos y era toda una aventura transitar por los túneles subterráneos y tomar los diversos trenes que por allí pasaban.
Verdaderamente Buenos Aires era una fiesta. Toda la ciudad estaba iluminada y embanderada. Legiones de transeúntes andaban por las veredas y los restaurantes y comercios estaban repletos de gente hasta altas horas de la noche. La ciudad contagiaba alegría.
Compramos algunas cosas para llevar de recuerdo. El cambio estaba bastante parejo entre nuestra moneda -el nuevo peso- y el argentino, aunque en algunas cosas nos favorecía.

Volvimos a Montevideo contentos y más tranquilos -sobretodo mis padres- porque en casa parecía que ya no habría peligro si se desataba la guerra. Pero luego las noticias dijeron que la Thatcher había mandado barcos con tropas para defender las Islas Falklands -como las llaman ellos- y las cosas se estaban poniendo complicadas. Estados Unidos apoyaba a Gran Bretaña -algo que a Galtieri le falló en el cálculo- y al parecer la URSS se ponía del lado de los argentinos. Nuevamente el peligro de una guerra mundial se cernía sobre todo el mundo.
Pero a los argentinos, en general, eso parecía no importarles, su patriotismo estaba totalmente exaltado, y ya nadie o casi nadie se acordaba de los problemas económicos, ni que seguían viviendo bajo una dictadura. Pronto comenzaron las primeras escaramuzas cuando las tropas británicas llegaron a las islas.
Pasaron los meses, y comenzaron a verse las enormes diferencias entre un ejército mal preparado de jóvenes inexperientes contra un ejército profesional acostumbrado a pelear en las grandes guerras. Llegó el invierno y los pobres muchachos argentinos pasaban frio a pesar de las múltiples capas de ropa que se ponían, sufrían el hambre y el miedo. Se habló de los “gurkas” un grupo de soldados asesinos que mandarían los ingleses, capaces de degollar a sus enemigos. Y yo no podía dejar de recordar a los jóvenes que vi desde la ventana del hotel yendo ingenuamente a enrolarse para hacerse matar por una dictadura que trataba de perpetuarse en el poder.
En Argentina, la euforia continuaba, las radios tenían prohibido pasar música en inglés y el llamado rock nacional y el folclore tuvieron una difusión y un crecimiento enormes. Había que apoyar lo argentino. Aunque Charly cantara “No bombardeen Bs. As.”
Como la mayor parte de los uruguayos, yo “hinchaba por nuestros hermanos”, pero cada vez era más evidente que la lucha era demasiado desigual y pronto llegó la derrota inevitable.

Cuando la guerra terminó, se vio la cara más cruel de la guerra. Padres que lloraban la muerte de sus hijos, otros que volvían con secuelas físicas o psicológicas terribles que hasta hoy cargan.
Luego de la derrota, la dictadura tocaba a su fin, ya no había ningún acto de pseudo - patriotismo que la sostuviera. Los problemas económicos se agudizaron y la moneda se devaluó.
Por este motivo, muchos uruguayos volvimos a Argentina porque ahora sí el cambio nos favorecía y muchos íbamos a tratar de comprar barato las mismas cosas que acá estaban dos o tres veces más caras.
A mediados de setiembre, volví con mis padres a Buenos Aires. Pero todo había cambiado. La alegría había desaparecido de los rostros de la gente dando paso a una sensación de depresión generalizada. Las banderas argentinas habían desaparecido de los edificios y muchos comercios cerraban más temprano. La mayor parte de la gente que andaba por las calles, menos iluminadas de noche, éramos sobre todo los turistas.
Realmente me impactó el cambio, era como visitar otra ciudad.

Cuando regresamos a nuestro país, veníamos todos muy abrigados en el ómnibus. Con buzos y casi todos con gamulanes recién comprados, a pesar que ya empezaba a hacer calor. Pero no queríamos que en la aduana nos quitaran lo que habíamos comprado barato. Algunos que traían botellas de whisky o licor las abrían y tomaban un poco para que no se las requisaran.
Y así llegamos a Montevideo. Yo tenía una extraña sensación, mezcla de la alegría que deja todo paseo y tristeza por ver cómo había quedado Buenos Aires luego de la guerra.