miércoles, 17 de diciembre de 2014

El Adicto


Sergio Canapé era un hombre joven que había caído en la desgracia –como tantos otros- de volverse un adicto. Debía recurrir a las artimañas más retorcidas a fin de obtener la mercancía tan codiciada.

Una fría noche se quedó sin sustancia. Salió a la calle, presuroso, con creciente ansiedad ya que no había conseguido nada para fumar y los síntomas se hacían evidentes. La abstinencia obligada lo ponía muy nervioso y tenía dificultades para pensar. Había poco movimiento -salvo los autos que circulaban por 18 de Julio- no andaba nadie por la calle. Caminó en silencio. Creyó divisar la silueta desgarbada del “Cuzco” –que como era habitual disimulaba la venta ilegal en el puesto de garrapiñada-. Sergio no tenía mucho dinero pero regateando quizás consiguiera lo suficiente para pasar la noche más tranquilo.

Miró a todos lados y se aseguró que nadie lo viera acercarse. Alguien más se había arrimado al vendedor. ¿Sería otro comprador o algún milico de particular que intentaba atraparlo? Sergio esperó unos segundos, simuló mirar la vidriera de uno de los comercios que había en la cuadra y aguardó expectante. Por fin, el otro hombre se fue – el peligro había pasado- entonces continuó sus pasos hasta el garrapiñero. El aroma a cacao tostado le llegaba con suavidad.

-Hola –le dijo intentando disimular su temblor al hablar –necesito más de aquello que me diste la semana pasada-.

-Está bien –le contestó secamente el otro – pero te va a salir más caro esta vez.

-Pero, por favor… es que estoy con los síntomas.

-Vos sabés, la cosa está difícil. La cana nos sigue los pasos y hay que coimearlos para que te dejen tranquilo. Hace poco agarraron otro “transporte”.

-Sí, está bien. Decime cuanto –balbuceó Sergio, que ya no podía aguantar la desesperación.

-Veinte –replicó el otro.

-Mirá, tengo quince nomás, esta semana ha estado muy dura.

El “Cuzco” lo miró de arriba abajo y le dijo –por eso no puedo darte más que un par.

-Sí, no importa, ¡pero dale porque no aguanto más! –Le dio el dinero.

El otro miró disimuladamente a ambos lados por si se acercaba alguien y sacó un paquete ya armado de garrapiñada. –Están dentro –dijo en voz baja y se lo entregó. Y subiendo la voz dijo –¡A la más rica garrapiñada del país… calentita la garrapiñada! –para que oyeran los del auto que pasaba justo en ese instante delante de ellos.

Sergio corrió hasta su edificio con el paquete en la mano; subió la escalera de dos en dos y entró rápidamente al apartamento, casi sin aliento. La luz de la calle entraba a través de la persiana. Algunos granos se desparramaron por el suelo en el apuro al abrir el paquete y entonces vio los dos cigarrillos de color blanco que se destacaban entre la garrapiñada. Los miró unos segundos con ansiedad y buscó el encendedor oculto detrás de un zócalo del living. Se sentó en el suelo. Puso el cigarrillo en su boca con los dedos temblorosos y pulsó la ruedita del encendedor con el pulgar. Inmediatamente surgió una llamita amarilla que se puso a bailar ante sus ojos. La acercó al cigarrillo y aspiró profundamente. Sintió el sabor acre del tabaco y lo saboreó. Ya se sentía mejor.

domingo, 30 de marzo de 2014

La Yapa


La yapa era un premio que se le daba a los clientes por parte de los comercios como agradecimiento por comprar allí. Era un plus que dejaba contenta a la gente que la recibía. Generalmente era algo así como una golosina o algo de poco valor monetario, o un poco más del producto que se compraba, y cuando no se daba se sentía su ausencia.

La yapa se fue como el vintén, aquellas moneditas de 2 centésimos, luego de 20 que servían para comprar alguna cosa de poco valor. Un vintén pa’l Judas, pedían los niños antes de Navidad. Desapareció junto con las cachilas, que hoy valen fortunas como coches de colección y que eran muy fuertes aunque, claro, no desarrollaban mucha velocidad. También desaparecieron los tranvías que transitaban sobre los rieles de las calles con su característico sonido a metal y el olor a madera y cuero de su interior, y cero contaminación ya que eran eléctricos –los más antiguos, más chicos y los tiraban caballos-. Años más tarde también se irían los Trolleybuses, también eléctricos que surcaron las avenidas durante muchos años con sus colores azul-celeste y rojo.

Se fueron las cocinas a leña y los Primus, aquellas cocinillas doradas al que había que poner alcohol para encender su hornalla y darle bomba para que funcionaba y que cada tanto había que “destaparle el oído” con una aguja de lata especial para tal tarea.

Ya no están las viejas vitrolas y los discos de 78 revoluciones por minuto y las radios a válvula. Las cataplasmas y las ventosas para la salud, los biombos y tantas otras cosas que hoy son piezas de museo.

Los hombres no usan pantalones con tiradores ni las mujeres enaguas bajo las faldas.

Desaparecieron muchos juegos infantiles, donde se podía correr y jugar en grupo, como la mancha o la escondida y también los oficios más comunes: el talabartero, el zapatero remendón, el lustrabotas, las tejedoras a mano…

Los almuerzos en familia, el buen trato entre los vecinos, la siesta de todas las tardes, la vida tranquila…

Las empresas donde uno entraba a trabajar siendo joven, ascendía y se jubilaba después de 40 años de labor.

El respeto a la palabra dada, dar las gracias y tener la puerta abierta todo el día sin miedo a los ladrones.

Los “asaltos” de Carnaval, donde caía gente desconocida a una casa cualquiera, disfrazados y hasta con máscaras y celebraban con comida y bebida que el dueño de casa ofrecía.

Arrasadas por el “progreso” estas y otras cosas desaparecieron.