lunes, 15 de diciembre de 2025

Un viaje en tren

 



Al atardecer llegamos a la Estación Central, mis padres y yo. Viajábamos al interior para reunirnos con el resto de la familia y pasar juntos las fiestas. Afuera, a la entrada, había cinco estatuas, cuatro eran de célebres inventores y científicos y en el centro se destacaba la estatua de Artigas de pie y con el sombrero en una mano, entre medio de las columnas que daban al pórtico.


Al entrar al gran hall donde la gente iba y venía apurada con valijas y paquetes, se escuchaban los sonidos de los pitos de los ferrocarriles y de las enormes máquinas a vapor que llegaban o partían. En la pared del frente había un precioso vitreaux por donde entraba la luz del sol que se reflejaba sobre el piso de baldosas de la estación.

Tras las rejas negras que separaban el hall del resto de la estación se hallaban los andenes numerados por donde corrían las vías. Al principio de cada uno había dos enormes topes de metal iguales a los que tenían las locomotoras al frente y que chocaban suavemente cuando frenaban.

Un par de kioskos de diarios, y la boletería completaban los servicios del lugar.

Por un pasaje separado de la estación a la izquierda se encontraba el famoso "Restaurante del Ferrocarril".

Al fondo del andén, donde terminaba el techo curvo de chapa y vidrio podía verse el cielo celeste y a lo lejos las vías perdiéndose entre los postes de las señales y semáforos que servían para ordenar la llegada y partida de los ferrocarriles.


Nuestro tren llegó con su característico ruido cadencioso. Tenía varios vagones adosados a la enorme y maciza locomotora, todos de madera de color marrón oscuro. Por los altoparlantes nombraron nuestro destino "Paysandú" y el número de andén que nos correspondía. Mi padre agarró las valijas que llevábamos para el viaje y nos apuró a mi madre y a mi.

Nos acercamos a la plataforma de hormigón, el foso que quedaba entre andén y andén era profundo, pero el ferrocarril quedaba bien arrimado a ambos lados de las plataformas, de modo que era fácil subir por la escalerita de metal cromado que tenía cada vagón.

Una vez dentro, nos ubicamos en los asientos colocados contra las ventanillas. El ancho pasillo atravesaba el vagón hasta la puerta del fondo y a ambos lados se ubicaban los asientos de cuero que eran dobles, de manera que algunos pasajeros viajaban mirando hacia adelante, y otros de espaldas. Eso fue lo que más me llamó la atención porque en los ómnibus en que estaba acostumbrada a viajar los asientos iban mirando hacia adelante.

A los pocos minutos de acomodarnos sonó el silbato y el guarda de la estación dio el último aviso de partida para que se apuraran a subir los pasajeros retrasados. El tren comenzó a moverse lento, al principio, con sus resoplidos y luego fue ganando velocidad. Salimos a la luz del atardecer.

Me sentía feliz por ir a visitar a mis tíos y porque me gustaba pasear.

Luego de un rato el murmullo de la gente fue disminuyendo. Salvo cuando llegábamos a una estación en que el tren se detenía y subían algunos pasajeros, luego volvía a quedar todo más tranquilo. Las luces principales del vagón se apagaron.

Cuando salimos de Montevideo las estaciones estaban más alejadas y el tren ya no se detenía mucho. El traqueteo del ferrocarril era constante, el sonido que producía el golpeteo de las ruedas sobre las vías me adormecía pero a pesar de eso, todos dormían, salvo yo. Afuera, la noche iba cayendo, la luna todavía no había salido y la oscuridad del campo era monótona. El hamacarse del ferrocarril parecía el mecerse en los brazos de una madre. Cuando ya estaba casi dormida comencé a vislumbrar algo que me llamó la atención. Estaba lejos, al costado de la vía y parecía acercarse hacia nosotros. Una pequeña luz que se levantaba y se estiraba hacia arriba, luego se achataba y ensanchaba. Otra vez se levantaba y estiraba e inmediatamente se achataba y ensanchaba. Así una y otra vez. Parecía un fantasma.

Yo, desde la ventana del vagón miraba esa luz extraña en medio de la oscuridad. Era algo muy raro y comenzaba a sentir temor. Cada vez parecía más cercana y continuaba ensanchándose y estirándose. El traquetear del tren no dejaba escuchar más sonidos y la luz –fuera lo que fuera- ya estaba casi encima de nosotros. El tren iba a alcanzarla en cualquier momento y a cada momento me ponía más nerviosa porque no sabía lo que era. Decidí cerrar bien la ventana y correr la cortina para protegerme pero al mismo tiempo sentía una curiosidad que me impedía esconderme del todo. Por eso dejé una rendija en la cortinita para poder ver lo que era aquello. Ya casi estaba arriba nuestro y se había vuelto mucho más grande, parecía una figura humana que se estiraba y aplastaba bajo la luz, y al nivel del suelo podía verse algo que giraba como una rueda extraña con rayos claros y oscuros.

El silbato del tren sonó sobresaltándome en mi asiento, justo unos segundos antes de alcanzar aquella figura fantasmal... que no resultó otra cosa que un gaucho al galope sobre su caballo. Con una mano dominaba a su corcel y con la otra traía colgando un farol que iluminaba también las patas en movimiento del animal y el poncho que subía y bajaba al compás del propio jinete.

Lo vi pasar frente a mi ventana y continué mirando como se alejaba mientras me reía para mis adentros por mi ingenuidad y por el susto que pasé. El jinete siguió su camino en sentido opuesto a nuestro tren y su figura se fue perdiendo en la oscuridad de la noche tal como había aparecido.

Más tranquila me fui quedando dormida mientras el traquetear del tren me mecía suavemente, otra vez.

A la mañana siguiente me desperté con ganas de ir al baño. Toda la noche allí, era demasiado. Así que me levanté y fui hacia el otro vagón. Pero al abrir la puerta de madera y salir quedé paralizada. Para pasar de un vagón al otro debía atravesar un tramo sin techo que para mi era muy largo. Sentía el vientito que soplaba en mi rostro. Todo se movía: la plataforma, el vagón en el que yo iba y el siguiente. El tren se sacudía de un lado a otro y los durmientes de madera, allá abajo, pasaban a gran velocidad. Comencé a marearme. No podía cruzar. ¿Y si me caía a las vías? Las piernas se me aflojaron y debí aferrarme fuertemente de la baranda de metal. Me di la vuelta y volví a entrar al vagón donde viajaba y cerré la puerta. Mi padre fue quien me ayudó a cruzar al otro vagón agarrándome de la mano cuando le conté lo que me sucedía. Al fin pude entrar al baño y salí asombrada al ver que la taza higiénica se abría sobre las vías directamente, ¡pero qué alivio al final!


El día comenzaba a clarear. Sentí con placer el olor del café con leche que llevaban mis padres en un termo y con algunos bizcochos que compramos en la panadería antes de salir pudimos satisfacer el hambre del viaje. Los demás pasajeros se iban despertando también y conversaban o desayunaban alguna cosa. Unos chiquilines correteaban a lo largo del vagón o se asomaban a las ventanas para mirar el paisaje. Yo también me puse a mirar por la ventanilla mientras mis padres conversaban. Podía ver el campo verde e interminable y las cuchillas a lo lejos. Las vacas pastando tranquilas en la llanura. Algunas miraban el ferrocarril cuando pasábamos muy cerca de donde estaban pero no parecían inmutarse.

Hacía calor pues ya estábamos en verano. El cielo celeste se iba volviendo más azul a medida que el sol iba ascendiendo y montones de nubes blanquecinas se deslizaban suavemente agrupándose como rebaños de ovejas.

El traqueteo del tren continuaba, mientras nos mecía interminablemente. Pasamos el cruce de una ruta. Algunos coches esperaban tras la barrera para continuar su camino. El pito del tren resonó agudo avisando a los distraídos. Un peón a caballo nos miró pasar junto a sus ovejas, más adelante.

El boletero -un señor vestido de gris- llegó adonde estábamos nosotros y nos pidió los boletos del viaje. Mi padre los sacó del bolsillo del chaleco donde los llevaba y se los entregó. Él, sacó una especie de pinza y le fue haciendo unos agujeros a cada uno. Luego se los dio a mi padre nuevamente, inclinando la cabeza y tocándose la gorra. Mi padre le preguntó a qué hora llegaríamos. Él le contestó: “Si no hay retraso llegaremos a las nueve”. El hombre siguió revisando los boletos de los demás pasajeros.

Luego de un buen rato anunciaron la llegada a la estación donde debíamos bajarnos. Enseguida mi padre agarró las valijas del maletero que estaba contra la pared del vagón, bien arriba de nuestras cabezas y apuró a mi madre que se acomodaba el sombrero, para que estuviéramos listas.

El tren se fue deteniendo lentamente con sus pitidos y resoplidos. La larga estación de madera y techo rojo a dos aguas nos aguardaba. Algunas personas esperaban con valijas y bolsos en la plataforma, de pie o sentados en los bancos de madera lustrada que estaban contra la pared de la estación, listos para subir o esperando a familiares que llegaban como nosotros.

Por fin se detuvo totalmente. La tía y mi primo mayor nos saludaron con la mano al vernos. Bajamos los escalones de metal del vagón, uno a uno.

El resto de la gente hacía lo mismo y la estación se llenó de conversaciones y exclamaciones, pasos apurados y sonidos de carritos de metal empujados por algún maletero que hacía su trabajo llevando valijas desde o hacia el tren.

La hermosa cachila verde del tío estaba estacionada a la vuelta de la estación. Caminamos hasta allí conversando mientras el pito del ferrocarril se escuchaba otra vez. Me di vuelta para verlo partir. De a poco comenzó el chu chu de su andar, acelerando progresivamente. El humo de la locomotora dibujaba en el cielo una larga nube blanca y los vagones de madera se alejaron nuevamente por la vía.

¡Qué lindo qué fue todo!. Ahora sólo quería volver a subir al tren, para nuestro viaje de regreso a Montevideo.


Nota:

Los 4 científicos que se hallan a la entrada de la Estación Central son:

-Denis Papin - Físico francés inventor de la máquina a vapor.

-Alessandro Volta - Físico italiano que se hizo célebre por inventar la Pila eléctrica.

-George Stephenson - Ingeniero inglés que inventó la primera locomotora.

-James Watts - Ingeniero escocés que perfeccionó la máquina a vapor.

Fuente: "Montevideo en bronce y mármol" Col. El País (Octubre 2002 - Marzo 2003)