sábado, 8 de febrero de 2025

La bruja

 


Hace unos años, comencé con un sarpullido que me picaba mucho en la espalda. Fui a ver al doctor que me recetó una pomada y me dijo que era Herpes. El herpes o culebrilla es una reacción por la baja de las defensas generalmente debido al estrés. Como lo que me dio el médico no parecía hacerme nada, empecé a preocuparme. La culebrilla iba creciendo y extendiéndose por mi espalda y dando la vuelta hacia el pecho. Cada vez me picaba y dolía más. Las pústulas eran duras y supuraban un líquido desagradable.

Cuando lo comenté con las vecinas en el almacén, una de ellas me dijo:

-¡Ay, tiene que tener cuidado que la cola no se junte con la cabeza! ¡Si no es peligrosísimo!

Y entonces yo me asusté.

-¿Por qué no va a ver a Doña Rosa? -me sugirió la otra. Con lo que salí del almacén más nerviosa.


Doña Rosa vivía en una casa humilde de nuestro barrio. Tenía más de sesenta años y era muy canosa. Por lo que sé, hacía más de treinta años que vivía de lo que ganaba haciendo "trabajos" y sanaciones.

Una vecina comentaba que encendía velas rojas y que invocaba a Satanás para algunos trabajos. Y por eso, algunos niños del barrio le temían porque decían que era una bruja que hacía hechizos y no querían acercarse a su casa. Una vez -aseguraban- había hechizado a un niño y él ya no quería comer.

Yo no la conocía pues ella no salía mucho a la calle. Y no sabía bien si creer a los que hablaban mal de ella. Además, tenía temor de esos procedimientos que parecían propios de supersticiosos y de que la mujer fuera una persona peligrosa pero como estaba tan cerca me hice de valor, ya que el dolor me resultaba insoportable y fui a su casa de tarde temprano.

La casita aunque modesta era bonita, con una ventana que daba a la calle y había un par de macetones con malvones sobre el murito. Toqué timbre y aguardé un par de minutos. Se asomó una muchacha joven que me preguntó qué deseaba. Le expliqué y entonces me hizo pasar. Luego se fue para llamar a su madre.

Dentro, todo era muy prolijo, por lo menos el living, de paredes claras, donde había una mesita ratona en el centro y dos sillones algo antiguos tapizados con flores rojas y azules; y algunos viejos cuadros de paisajes colgados en las paredes. No se veían referencias al diablo ni símbolos extraños.

Entonces apareció una anciana.

-¿Qué le anda pasando, señora? - dijo. Ella tenía una mirada penetrante, sin embargo, su voz era agradable.

Dudando un poco si habría hecho bien, le conté lo que me sucedía. Ella me tranquilizó y me ofreció tomar un té. Después me pidió que me quitara la ropa y le mostrara.

-¡Ay, m'hija, debe estar desesperada! No se preocupe. Vamos a tratarla y se va a curar. En tres días se le va a ir.

Yo pensé que no sería tan rápido pues cada vez era más fuerte el dolor y más larga la reacción.

-¿Usted es creyente? -empezó diciendo y me miró con ojos inquisitivos.

-Sí.

Sacó una estampita de la Virgen María y me la dio para que la tuviera en la mano. Luego tomó un crucifijo que parecía de plata y persignándose comenzó a pasármelo por toda la espalda donde yo tenía el sarpullido. Iba diciendo en voz baja oraciones; le escuché mencionar a la Virgen y a Jesús varias veces.

Luego me dijo que me vistiera y agregó:

-Vaya a la yuyería de acá a la vuelta y pida que le den Yerba Carnicera. La hierve en un litro de agua y cuando esté fría moja un algodón en el agua y se lo pasa con cuidado por toda la culebrilla. Pídale a su esposo para que se lo pase donde usted no alcance. Hágalo tres veces por día: mañana, tarde y noche.

Le pregunté cuánto le debía y me dijo que le diera lo que yo quisiera que ella no cobraba.

Me despedí. No sé si fue sugestión pero esa noche dormí mejor, parecía que la picazón había amainado. Por supuesto, hice lo que me mandó.

Al tercer día la culebrilla se había secado. Ya prácticamente no me dolía ni picaba y los granos ya no supuraban.


Un par de años más tarde, cuando mi hijo pequeño sufrió de empacho volví a lo de Doña Rosa. Ella me escuchó con atención lo que le conté. Me respondió que la aguardara un momento, que me acompañaría.

Cruzamos lentamente la calle hasta casa. Mi marido no estaba y mi hijo pequeño se encontraba en la cama, su hermana mayor lo estaba cuidando mientras yo iba a buscar a la señora.

Entramos. Ni bien Doña Rosa le vio la cara, me dijo:

-Sí, me parece que su hijo está empachado. -Sacó de su cartera una cinta métrica y me aclaró -Vamos a medirlo para ver que tan grande es el empacho.

Me dijo que sentara al niño en la cama. Luego procedió a poner la cinta sobre el estómago de mi hijo y me mandó a que se la sostuviera tratando de que él no se moviera. Mientras ella caminaba hacia atrás con mucho cuidado, iba estirando la cinta hasta que ésta quedó tirante y entonces apoyando su codo sobre la punta que sostenía comenzó a "medir" desde el codo hasta la punta de sus dedos mientras se acercaba al vientre del niño. con cada “codo” que medía y ahí apoyó el extremo de la cinta haciendo que yo dejara caer lo que sobraba para verificar la distancia. Midió 3 codos. Por tres veces repitió la operación. Las puntas de sus dedos –algo temblorosos- tocaron la barriga de mi hijo. Entonces pidió silencio, se persignó tres veces y volvió a "medir los 3 codos" y esta vez las puntas de los dedos de ella no llegaron al estómago del niño sino a su frente. No sé cómo pudo ser pero así fue.

-¡Uy! -exclamó ¡Flor de empacho tiene este niño! Vamos a tener que sacárselo. Le voy a tirar el cuerito.

Mi hijo la miraba con ojos asustados. Yo lo tranquilicé hablándole y diciéndole que esa señora lo iba a curar.

Ella me pidió que lo acostara boca abajo y que le subiera el busito para que quedara la espalda desnuda.

Luego, se acercó a él y le dijo:

-Quietito -y agarrándole la piel de la espalda, más o menos al medio, sobre la columna con dos nudillos tiró con fuerza. La piel estaba como pegada a la columna y luego de un par de tirones crujió y se separó un poco.

Mi hijo comenzó a llorar porque le dolió.

-Bueno, ahora abríguelo y déle poco de comer -me recomendó- Y dándose vuelta lo saludó a mi hijo y se despidió de él. -Mañana tengo que volver para ver si ya se le bajó el empacho. No se preocupe que se va a aliviar.

Yo la acompañé a la puerta y la despedí.

Mi hijo se sentía mal y no le gustó todo eso pero debía conformarse.


Al otro día, de tarde, más o menos a la misma hora Doña Rosa volvió. Tocó el timbre y fui a abrirle. Mi hijo estaba asustado y no quería que ella lo midiera porque sabía que le iba a doler otra vez cuando lo tocara. Al final, luego de sujetarlo entre mi hija y yo lo pudimos dejar quieto.

Ella al igual que el día anterior volvió a "medir" los codos y repitió el procedimiento. Tiró del cuerito y se fue. Al parecer mi hijo ya estaba algo mejor.


Al tercer día, cuando volvió ella y comenzó otra vez la operación sucedió algo extraordinario, luego de las 3 medidas y las persignaciones midió nuevamente y las puntas de los dedos tocaron el estómago del niño.

-¡Bueno, ya no tiene empacho! -aseguró-.

Yo respiré aliviada. Esa vez tampoco me quiso cobrar, así que le di lo que me pareció adecuado. Por lo menos, había hecho lo que los médicos no hacían.

Esas fueron algunas de las veces que Doña Rosa nos trató. Sé, por algunas vecinas que ella también logró "unir" nuevamente a parejas que estaban distanciadas. En un caso parece que hizo que la amante de un vecino se fuera del país y no volviera más.


Doña Rosa falleció cuando ya era muy vieja según supe. En el barrio casi todos la apreciaban porque iban con ella cada vez que la necesitaban.

Murió como vivió, humildemente. Su hija heredó sus dotes y al igual que ella continuó su legado. Empacho, Mal de Ojo, Culebrilla, problemas de pareja...



sábado, 7 de diciembre de 2024

¡"Fuga de Cerebros" cumple 30 años!

     


     El cerebro de mi amigo se fugó. Se le escapó por la oreja. Una noche se acostó a dormir después de hacer las cosas de todos los días. Se sentía fenómeno y a las once de la noche preparó una bolsa de agua caliente y se metió entre las sábanas. Soñó cosas raras. Al otro día cuando se despertó no se acordaba de nada. Ni siquiera podía recordar su nombre. Avanzaba torpemente dándose contra las paredes. Las manos y las piernas no le respondían.

     Yo llegué a su casa por casualidad, para saludarlo. Toqué timbre. Pasaron varios minutos. Cuando ya me iba la puerta se abrió y él asomó su cabeza. Estaba extraño; los ojos vacíos. No me reconoció. Entré y él se limitó a sentarse en un sillón cercano a la puerta. Traté de saber qué le ocurría, apenas balbuceaba, era difícil entenderle. Parecía como si todo su cuerpo actuara por inercia, por el acostumbramiento de todos los días: manos, brazos, piernas, ojos, boca, hasta su respiración era extraña.

     Me puse a buscar por todos lados, nada encontré. Pero la casa estaba algo revuelta y había desparramados por el suelo, ropa y otros objetos, sin ton ni son. Fue entonces cuando me di cuenta de las manchas en el piso. Era como una marca dejada por algo al arrastrarse. Me agaché para comprobar de qué se trataba. Al tocarla, una masa pegajosa -de color gris pálido– se adhirió a mis dedos. Provenía de la cama y proseguía a través del pasillo, pasaba por el living y llegaba hasta la puerta. Miré a mi amigo, aún estaba sentado con la cara vuelta hacia un costado: un hilo de baba pendía de su boca semiabierta. Volví hacia la puerta y salí a la calle.

     El rastro continuaba su curso –fuera lo que fuera-, había pasado por debajo de la puerta y seguía por la vereda de la calle. Intrigado por lo que podría ser y sin saber adónde iría a parar, continué mi camino apresuradamente. Por momentos me costaba darme cuenta si continuaba o no, porque las baldosas disimulaban su color. Charcos de agua borraban las huellas. Con la cabeza llena de preguntas doblé la esquina. El rastro tomaba por esta otra calle. Después de mucho caminar y de cruzar calles y más calles, llegué a la escollera. Para entonces había perdido la noción del tiempo y los pies me dolían. Al llegar al muro de contención, el rastro se acababa, como si la cosa se hubiera arrojado al mar…

     Volví a la casa de mi amigo y como pude lo cargué; nos metimos en un taxi y lo llevé al médico. Al hacerle un electroencefalograma, éste reveló que su cráneo estaba vacío. Yo no le había contado del rastro que hallé por miedo a que me creyera loco, pero ahora todo parecía aclararse.

     El doctor me aseguró que no era tan raro porque él había atendido un par de casos más.

     -Parece ser –me dijo – que por algún virus no identificado todavía, los cerebros se independizan de sus dueños y se les escapan cuando éstos duermen. Generalmente se da en jóvenes que quieren desarrollarse en su país y no pueden, pero que no quieren abandonar su tierra-.

     No había nada que hacer, cuidarlo.

     En alguna ocasión incluso, misteriosamente, el cerebro había vuelto luego de algunos meses o años a su antiguo dueño. Me recomendó que esperara. Le conseguí una enfermera para que lo atendiera y yo mismo me encargué de que no le faltara nada.

     Ahora, cuando voy por la calle miro a la gente y de vez en cuando veo personas con los ojos perdidos que caminan como robots; no sé si les pasará lo mismo. Sólo deseo que esté donde esté ese cerebro maldito, vuelva a la cabeza de mi amigo algún día.


1er.Premio – Concurso de Cuentos Juvenil 1994- Taller de Creatividad Literaria (T.C.L.)

Publicado en el libro: “Trans-formaciones” – (cuentos – 1997).




sábado, 9 de noviembre de 2024

El jarrón de mamá (una historia de otros tiempos)

 


Los cuatro muchachos estaban dentro de la casa. Afuera llovía. Carlos, el mayor tenía una pelota y los otros hermanos: Julio, José y Raúl estaban aburridos.

-¡Ufa, no podemos hacer nada! -se quejó José.

En el living de la casa, de piso de madera, amplio y de techos altos había un par de muebles. Dos sillones de tapizado floreado y una mesa ratona en el centro. Y un gran jarrón de porcelana decorado con flores coloridas sobre una mesa alta.

Entonces Julio le robó la pelota de cuero a su hermano y se puso a hacer malabares con ella, como José Nazassi. Carlos se la robó a su vez y enseguida los otros dos se sumaron al juego. Se formaron dos bandos. Uno de ellos hacía que relataba:

-...y Andrade le roba la pelota a Nasazzi y se acerca al arco y patea... y goool, golazo.

-Scarone saca la pelota y se la pasa a Petrone pero Nasazzi lo intercepta, Mazali está en el arco cuidando para que no convierta pero es inútil, la pelota da en el ángulo y convierte el gol...

En sus rostros había alegría y querían parecerse a los Olímpicos o a los uruguayos campeones del mundial que se realizó en el estadio Centenario.

Así siguieron varios minutos. Los arcos eran las puertas de la habitación. Y de repente, Raúl patea la pelota y... se estrella contra el jarrón; éste se tambalea, cae al suelo y se hace pedazos. Todos se asustan.

-¡Qué has hecho Raúl! -gritó con voz de alarmada Julio.

-¡Le rompimos el jarrón a mamá, si se entera nos mata! -acotó Carlos.

José se agarraba la cabeza. -¡Ahora sí que la hicimos buena...!

-No se preocupen -dijo Julio- Se lo arreglaremos.

-¿Cómo? - dijeron los otros.

Julio fue recogiendo los pedazos; los demás lo ayudaron y entre todos fueron armando el jarrón como un rompecabezas de manera que cada pedazo fuera quedando en su lugar. Pronto quedó armado. No se notaban nada las rajaduras.

-¡Vámonos -apuró Carlos -antes que mamá venga y nos encuentre!,

Y se fueron despacito para su cuarto. La pelota la guardaron en el ropero y se sentaron en las camas a charlar.

-¡Menos mal que se te ocurrió armarlo!- le dijo Raúl.

-Sí, pero tú lo rompiste -le aclaró Carlos.

-Bueno, pero yo no lo hice a propósito... además todos estábamos jugando ¿no?

-Si, la verdad que todos estuvimos mal -opinó Julio. Los demás asintieron.


En eso, la madre salió de la cocina y entró al living. Una de las maderas del piso crujió pues estaba algo floja. Le diría a su marido que debía ajustarla. Y de repente, cuando se acercaba a la mesa, el jarrón se desparramó en pedazos. La mujer pegó un grito horrorizada.

-¡Ay, Dios mío! -clamó -¡Dios mío, qué horrible...! -Salió corriendo a donde su marido. -¡Francisco... Francisco...! ¿Dios mío, no sabes lo que pasó?

En eso apareció su marido que estaba con un martillo en la mano. Era un hombre adusto, algo canoso y con un amplio mostacho que la miró sin entender.

-¿Qué pasa, mujer? ¿A qué viene tanto alboroto?

-¡Francisco... es horrible, algo malo va a pasar... algo terrible se avecina!

-¿Pero qué pasa? -volvió a preguntar, sin entender, su marido - ¡Tranquilízate, mujer!

-¿Cómo me voy a tranquilizar si se rompió el jarrón de abuelita?

-Bueno, es cierto que era una pieza antigua pero no es para tanto; si se te rompió ¡qué le vas a hacer!

-¡No entiendes, Francisco... es que se rompió solo! ¡Esto es un aviso de Dios o es obra del demonio!

-¿Cómo qué se rompió solo? -el desconcierto iba en aumento.

-¡Sí, se rompió solo! ¡Yo entré al living y de repente se desmoronó todo como si fuera obra del demonio!

El hombre empezó a dudar de si su mujer estaría en sus cabales o habría otra razón.

-Dorita, querida, las cosas no se rompen solas -trató de calmarla y razonar. -Alguna explicación ha de haber...

-¡No me crees! -cambió el tono de voz, algo ofendida. -¡Si te digo que se rompió solo es porque se rompió solo! ¡Es un anuncio de desgracia! -Y se fue agarrándose la cabeza y gimiendo.

Los muchachos en el dormitorio, seguían charlando bajito y muy quietos. Escucharon parte de lo que hablaban los padres y se estaban poniendo nerviosos.

El hombre fue al living, vio el jarrón desparramado sobre la mesa en pedazos y se fue rumbo al dormitorio de sus hijos. Entró despacio y los miró uno por uno.

-¿Qué están haciendo? -preguntó con tono serio.

-Nada, papá -dijo Carlos- y los demás asintieron. -Estábamos hablando de los estudios.

-Su madre está muy nerviosa y asustada -dijo como al pasar -porque se rompió el jarrón antiguo que tanto quería.

Todos lo miraron sin decir palabra.

-¿Ustedes no saben nada al respecto?

-¡No! -aseguraron todos y se miraron entre si-.

-Bueno, ¡qué yo no me entere que lo rompieron ustedes! -acotó ya amenazante. Y se fue.

Los cuatro hermanos, nerviosos, empezaron a pensar qué podían hacer. Si se descubrían se la iban a ligar, pero si no lo hacían la madre seguiría asustada y ellos no querían eso. Ella era muy supersticiosa.

La madre continuaba persignándose y rezando ante la estatuilla del santo que tenía frente a la cama pidiendo que nada malo les ocurriera a ella o a su familia.

-Vamos a tener que decirle a mamá lo que pasó -empezó Carlos -si no va a ser peor-.

-Si le decimos, papá seguro nos va a castigar... -aseguró José. -¡Se nos viene una...!

Pasadas un par de horas en que la mujer seguía en un estado deplorable, los cuatro se acercaron. Carlos -el mayor- fue el que le confesó:

-Mamá, al jarrón lo rompimos nosotros. Sé que actuamos mal pero nos pusimos a jugar a la pelota y sin querer le pegamos... -Bajó la cabeza -Después lo armamos como pudimos. No queríamos asustarla.

-No sabíamos que se caería solo -agregó el menor.

La madre al principio no les creyó pero el padre que estaba escuchando tras la puerta, sí y les dijo:

-¿Se dan cuenta el mal rato que le han hecho pasar a su madre? - y luego continuó -¿viste Dorita que no era nada sobrenatural?

Ella al ver los rostros compungidos de sus hijos se dio cuenta que así había sido. Se persignó apesadumbrada y se volvió a la cocina.

-Bueno... -continuó el padre quitándose el cinto -y ¿de quién fue la idea de jugar a la pelota adentro de la casa?


Un rato después, los cuatro muchachos estaban tirados boca abajo en sus camas, en penitencia y con un ardor en las nalgas que no se les iría por un buen rato.

La madre enojada no los perdonó enseguida pero al final los perdonó. Al menos podía respirar aliviada porque no se avecinaba ninguna desgracia.

domingo, 22 de septiembre de 2024

Arboles


 “El dinero no crece en los árboles” -decía siempre mi padre tratando de hacerme entender lo difícil que era poder mantener la economía del hogar-.


Cuando viajé a Plutón me quedé sorprendido al ver que los seres que vivían allí, tenían árboles a los que adoraban. Eran árboles muy especiales: sus hojas verdes eran copias exactas de dólares americanos.

-Cualquiera puede acercarse a él y tomar cuantos quiera –me dijo un plutonita con tono de satisfacción. Y me invitó a que tomara algunos, con una sonrisa en el rostro.

Arranqué uno con algo de timidez y me puse a admirarlo. Era perfecto, un billete de un dólar con la efigie de Washington y todo.

Le pregunté como lo habían logrado. Él me contó que habían visto a través de sus aparatos de Visión Interplanetaria, como nosotros –los humanos- nos matábamos por poseer y amontonar esos billetes. Y pensaron que si su civilización se desarrollaba demasiado podrían llegar a sufrir nuestros mismos problemas. Por eso, sus científicos se pusieron a idear la manera de evitar ese problema potencial. Y cuando lograron hacer crecer el primer árbol y vieron los resultados: billetes de un dólar en vez de hojas, se sintieron satisfechos y creyeron acabar con el problema.

Le inquirí como era el proceso para generar esos vegetales tan raros, para mi provecho. Él me respondió que eso era un secreto que guardaban celosamente los científicos y que seguramente me sería imposible averiguarlo.

También me contó que estaban tratando de producir billetes de mayor valor. Le pedí, entonces, al plutonita –fingiendo una gran curiosidad científica- si me dejaría ver esos otros árboles. Cuando entré al invernadero donde guardaban los almácigos quedé petrificado, estaba lleno de pequeños arbolitos repletos de hojas rectangulares que simulaban billetes de veinte, cincuenta y hasta cien dólares pero todos de colores rojo y naranja.

-Éstos aún no han madurado –me dijo –dentro de un par de semanas, quizás estén listos.

En todo ese tiempo me carcomía la ansiedad. Dos semanas más tarde me acerqué a mirar a través de los vidrios del invernadero. Las hojas ya estaban verdes. Esperé a la noche cuando no había guardias para meterme adentro y hurtar al menos una maceta. Y en un arrebato me lancé hacia ellos para robarlos. Quería tener un árbol propio en mi casa. Cuando estaba en medio de la tarea, comenzó a sonar una sirena. Inmediatamente, un grupo de guardias llegó y me sacó por la fuerza de allí.

Avergonzado por mi conducta les pedí disculpas y el plutonita enojado agregó: “La avaricia rompe el saco “. No pude volver a acercarme ni al invernadero ni a ningún otro árbol.

El día que regresé a la Tierra llevaba un montón de billetes en mi equipaje y un gajo del árbol de cien dólares que había logrado cortar. Antes de irme, el plutonita me pidió encarecidamente que nunca le contara a los demás humanos lo que yo había visto en su planeta.

Ahora estoy un poco arrepentido porque no pude evitar narrarle la experiencia a mis amigos, ante su insistencia cuando descubrieron un frondoso árbol de cien dólares en el fondo de casa.

La noticia corrió como reguero de pólvora y ahora se están organizando expediciones a Plutón, para saquearlo. He intentado detenerlos pero me temo que el problema que los plutonitas quisieron evitar lo van a tener con los humanos y su ambición.

domingo, 21 de julio de 2024

El ángel

 

El joven se aproximó a la residencia del embajador. Era una mañana fresca de otoño y el cielo se llenaba de grandes nubes grises que amenazaban tormenta. Detrás del portón de hierro se abría un jardín con canteros con flores muy cuidadas y un par de abetos grandes. Detrás, se hallaba la residencia misma, de dos plantas, de estilo macizo, construida a finales del siglo 19, toda pintada de blanco y con grandes ventanas.

Un guardia de aspecto fornido, de traje negro y con cara adusta estaba apostado al lado de la puerta principal. Dos perros negros grandes, Rottweiler, estaban echados en ese momento. No bien sintieron la presencia del intruso acercándose, se levantaron y comenzaron a ladrarle.

El joven, morocho, vestido con una especie de túnica blanca y con aspecto saludable se quedó de pie, tras el portón, observándolos. El guardia se aproximó también.

-¿Qué desea?

-Necesito hablar con el embajador –afirmó decidido.

-Lo siento, pero el embajador ahora no puede ser molestado. A menos que tenga una cita con él. No está para nadie.

-Comprendo perfectamente pero esto es un caso de vida o muerte, Debo hablar con él –reiteró.

-Lo lamento, pero deberá retirarse.

-No me iré hasta que pueda hablar con él. ¡Es muy urgente!

Viendo que el hombre no se iba, el guardia desató a los perros Rottweiler para que lo disuadieran.

Éstos se abalanzaron hacia el portón, con sus ladridos roncos y sus cuerpos robustos, temblando de furia.

El joven, tranquilamente, se sentó sobre la vereda con las piernas cruzadas y los miró directo a los ojos, primero a uno y luego al otro. Los perros le gruñían, mostrándole los dientes.

Continuó observándolos. Lentamente levantó ambas manos con las palmas en señal de paz.  Luego las volvió a bajar.

Los animales, desorientados, dejaron de gruñir, bajaron la cabeza en forma de sumisión, se dieron vuelta y se fueron hacia la entrada de la casa donde se echaron sobre el césped, mansos.

El guardia, asombrado, abrió mucho los ojos. Era la primera vez que los perros se comportaban de aquella manera. Luego, entró a la casa mientras continuaba mirando al joven desde la ventana, que ahora parecía meditar, inmóvil y con los ojos cerrados.

Habló con el embajador por el intercomunicador:

-Señor, aquí abajo hay un sujeto que insiste en hablar con usted, dice que es algo muy urgente-.

-¡Ya le dije que no estoy para nadie! –Espetó en tono firme el embajador-.

-Lo sé. Intenté que se fuera pero sin resultado. Incluso le solté a los perros para disuadirlo…

¿Y…, qué pasó?

-Es que... no lo atacaron… ¡Fue rarísimo! Se dieron media vuelta y se echaron a dormir. ¡Nunca les había visto comportarse así!

-¿Y… cómo es la persona?

-Es un joven… de unos veinte años, todo vestido de blanco, con barba de varios días…

-Espere un momento… bajaré enseguida.

-Bien, señor.


Dos minutos más tarde, el hombre –de unos sesenta años, canoso y con un traje gris- llegó hasta la puerta, salió de la residencia y se acercó al portón. El guardia lo seguía para protegerlo. 

El desconocido, al sentirlo llegar, abrió los ojos, se puso lentamente en pie y le habló con voz firme:

-¡Señor embajador, no debe viajar hoy a la convención!

El hombre, extrañado y alarmado, lo miró.

-¿Quién es usted y por qué me dice eso?

-Me llamo Daniel, pero en realidad mi nombre no tiene importancia. He tenido una visión terrible. Su avión sufría un atentado en pleno vuelo y se estrellaba contra las montañas. ¡No debe viajar! –aseguró con tono de alarma.

-Es que esa reunión es trascendental. ¡Debo hacerlo!

-Lo sé. Pero, ¡por favor, hoy no! ¡Va a perecer en ese vuelo!

El diplomático intentó sondear al joven para saber si decía la verdad o si era alguien de la oposición para impedir que firmara el acuerdo de paz en esa convención. Sin embargo, la mirada clara y penetrante del joven le parecía sincera; y su mensaje, pese a ser tan dramático, le sonaba verdadero.

-¡Mario, llame al aeropuerto y que revisen el avión en busca de algún artefacto explosivo! –ordenó -¡Ah, y que revisen la lista de pasajeros también!

-Bien, señor.

El embajador observó a ambos perros que seguían echados al lado de la puerta, durmiendo pacíficamente.

-Es raro que Sultán y León no lo hayan echado. ¿Qué les hizo a los animales?

-En realidad… solo los calmé dándoles a entender que venía para protegerlo a usted.


Cuando el guardia volvió, el embajador le dijo al visitante:

-Quiero hablar con usted para que me dé más detalles.-y le hizo un gesto con la cabeza al guardia. Éste le abrió el portón y le pasó un sensor de metales que llevaba, a lo largo del cuerpo para verificar que no portara armas.

-¡Está limpio! –observó y lo dejó pasar-.

El embajador y Daniel entraron a la residencia.

-Siéntese, por favor. ¿Desea tomar algo?

-No, gracias. No bebo.

Ambos se ubicaron ante una mesa pequeña del recibidor en dos butacas de paño verde muy cómodas.

Estuvieron hablando varios minutos. El joven le explicó nuevamente la visión del atentado y que no era la primera vez que tenía estas premoniciones. Estaba preocupado debido al temor que el hombre no le creyera y abordara el avión de todas formas.


Unos minutos más tarde sonó el teléfono. El diplomático lo atendió. Eran noticias del aeropuerto.

Los ojos del embajador se abrieron de par en par ante la información, luego colgó el aparato.  

-Encontraron un artefacto explosivo colocado en el avión, bajo uno de los asientos de los pasajeros –comenzó. -Ya han llamado a los técnicos para desarmar la bomba y hacen averiguaciones de quienes tuvieron acceso a la aeronave intentando encontrar a los autores-.

El visitante guardó silencio.

¡Así que era cierto! El joven decía la verdad. Aunque cabía preguntarse si no estaría implicado o conocería a los terroristas. Sin embargo, su mirada y su voz le generaban una extraña sensación de calma.

-Iré en otro vuelo, que verificarán y se avisará de mi retraso a la reunión –explicó.

El joven parecía aliviado y sus ojos destilaban paz.

-¡Muchas gracias, Daniel! –le manifestó sonriente el diplomático -¡Usted me acaba de salvar la vida y la de muchos otros que esperan mi presencia en esa reunión para lograr la pacificación entre las facciones enfrentadas! ¡Muchas gracias, Daniel! -repitió estrechándole la mano efusivamente-.

El contacto con la mano le produjo un leve estremecimiento, como si ese ser no fuera de este mundo.

-Era mi deber -aclaró sucintamente Daniel. Se puso en pie, dio media vuelta y se alejó rumbo a la puerta.

El embajador lo siguió. Lo vio cruzar el jardín con paso rápido y seguro. El sol brillaba en lo alto, ahora. Las nubes dejaban ver el cielo que aparecía de un azul luminoso y los trinos de los pájaros se escuchaban una vez más.

Sin embargo, luego que el guardia le abrió el portón para que saliera, no pudo dejar de notar algo extraño en el joven. Quizás era un efecto de la luz o de sus ojos que ya no veían como antes pero hubiera jurado que de la espalda le surgían un par de alas semitransparentes que se agitaban suavemente al caminar.

-¡No, debió ser el efecto del sol! –se dijo y volvió para adentro más tranquilo.


(Gerardo Álvarez Benavente - 2024)

Ilustración: Adela Brouchy


jueves, 23 de mayo de 2024

"El Asalto"

 

    Era una agradable nochecita de febrero. Por la calle silenciosa, cinco jóvenes con antifaces y máscaras se aproximaron sigilosos a una bonita casa de dos plantas con balcones a la calle, donde probablemente vivía alguna familia de clase media alta. La luna creciente era cómplice de los muchachos. Uno de ellos llevaba un bolso. Otro, revisó sus bolsillos para asegurarse que llevaba todo lo que necesitaban. El mayor tanteó la puerta de calle y al encontrarla abierta se metió al zaguán. Los demás se miraron entre sí y lo siguieron. Entraron al zaguán tratando de no hacer ningún ruido para sorprender a los dueños de casa. Observaron a todos lados y pasaron al living en penumbras, era amplio, con sillones de tres cuerpos, floreados, y una mesita con una lámpara muy bonita. Los muchachos avanzaron de puntillas calculando si esa gente que vivía allí tendría dinero. Los objetos que veían parecían valiosos.

    Con cuidado, siguieron mirando y observaron a través de los vidrios de la puerta que daba al comedor, a una mujer de mediana edad con delantal que iba y venía atareada con platos en la mano. Y pudieron escuchar las voces de un par de mujeres.

      Era el momento ideal, todos estaban distraídos en la casa,

    Entonces, uno de los muchachos, alcanzó a rozar la mesita y la lámpara se tambaleó. El mayor lo miró desaprobadoramente para que no hiciera ruido, podían alertar a los dueños.

    El marido de la mujer debió escuchar algo porque de pronto dejó el diario que estaba leyendo, a un lado y se quedó quieto como aguardando.

    Los muchachos se detuvieron, temerosos que se hubieran delatado. Y esperaron muy quietos, casi sin respirar. El hombre se puso de pie y caminó rumbo al living. Los muchachos se miraron con temor y cuchichearon entre ellos. El mayor los hizo callar con un ademán.

    El hombre volvió a su asiento y tomó el diario nuevamente.

    -¡Ahora! -ordenó por lo bajo el muchacho mayor. Los jóvenes abrieron la puerta, entraron de golpe al comedor y gritaron al unísono: “¡Asalto!”

    El dueño de casa los miró con cara adusta, sorprendido y temeroso, intentando identificar a alguno de ellos, pensando que eran del barrio. Pero no los reconoció. No terminaba de darse cuenta si eran bandidos y se preparó para lo peor.

    Uno de los jóvenes puso el bolso sobre la mesa y los otros sacaron de sus bolsillos pitos y matracas y entre risas los hicieron sonar mientras lanzaban serpentinas. Luego, comenzaron a sacar del bolso varias botellas de cerveza que traían para el festejo.

    Las dos hijas de la familia, pasada la primera impresión, se pusieron a reír y a charlar con los recién llegados.

    Sin mucha convicción, el padre los invitó a comer con ellos.

    Los jóvenes se quitaron las máscaras quedando con los antifaces sobre el rostro y se sentaron a la gran mesa.

    La madre se apresuró a traer más copas y platos –pensó; “menos mal que trajeron algo porque si no, no sé que les iba a dar”-.


   Estaban en Carnaval y era bastante común que sorpresivamente cayera de improviso un montón de gente –por lo general, jóvenes- a una casa cualquiera para compartir la comida y la bebida y celebrar la fiesta de Momo. Los llamaban “asaltos”.

    Entre cánticos carnavaleros y risas, los "no invitados" comieron y bebieron abundantemente junto a los dueños de casa y cantaron las canciones del Carnaval que estaban de moda. Departieron un buen rato charlando de diversos temas, hasta que uno de los muchachos dijo: “Es hora de irnos”

    Los dueños de casa aún trataban de descubrir quienes se escondían tras los antifaces, los “asaltantes” en esta ocasión. Ellos -por supuesto- no lo dijeron ni se descubrieron en ningún momento.

    Los cinco muchachos, se levantaron y agradecieron la bienvenida y se fueron cantando tal como habían llegado rumbo a otra casa para realizar otro “asalto”.

    La familia quedó comentando lo ocurrido y listos por si otro grupo les caía de sorpresa.


    Las dos hijas seguían aún intrigadas porque a la menor, uno de los muchachos le había gustado. Sigilosamente ambas salieron y los siguieron. Cuando ellos hicieron un alto en la siguiente esquina, se les aproximaron por detrás y la menor se le abalanzó y le quitó el antifaz al muchacho que le gustaba. Este, sorprendido reculó y los demás se pusieron a reír.

    La otra hermana también se reía -¡No se iban a ir y dejarnos a nosotras con la duda! - argumentó.

   El muchacho con la cara descubierta se acercó a la chica y aprovechó a darle un beso en la mejilla, arrancándole el antifaz de la mano. Luego se lo colocó de nuevo sobre el rostro.

    Los demás hacían bromas y se presentaron. Durante unos minutos charlaron animadamente.

    -¡Bueno, ya saben donde vivimos! -sentenció la menor con una sonrisa picarona- Espero que vuelvan por casa cuando quieran pero sin antifaz - y lo miró al muchacho.

    El joven algo ruborizado prometió ir a visitarlas nuevamente.

    Las hermanas se volvieron para la casa pues ya se hacía tarde y no podían quedarse solas.


   Tiempo después, tal como había prometido, el joven volvió a la casa de las muchachas y comenzó a cortejar a la atrevida ya que le había gustado, pidiendo el permiso de los padres, por supuesto. La madre siempre se quedaba en la sala controlando. Otras, veces, la hermana mayor. Sólo se les permitía tomarse de la mano, mientras charlaban sentados en el sofá de tres cuerpos floreado, para que el noviazgo no subiera de temperatura.

    Cada vez que el muchacho se iba, la joven lo acompañaba al zaguán. Nunca demoraba más de cinco minutos y luego volvía a entrar, haciéndole adiós con la mano.

    Pasados unos meses de este formal noviazgo su madre notó que la chica tenía demasiada panza y fueron al doctor quien les confirmó sus sospechas: la muchacha estaba embarazada de cinco meses. Al parecer el zaguán fue el único testigo de su amor. Ahora no les quedaba más remedio que casarse.

    El padre, mirando a su mujer, frunció el ceño y le dijo: ¡Al final, este muchacho era un bandido, nomás!

     Corría el año 1930.


(Ilustración: Adela Brouchy)


viernes, 26 de abril de 2024

La sangre de Frankenstein

 


Yo estaba con otros tres chiquilines de segundo año de escuela jugando en el patio cuando a uno de ellos se le ocurrió ver las vitrinas del museo del primer piso donde estaban los salones del liceo.

Íbamos los cuatro sabiendo que lo que hacíamos era algo prohibido. Subimos la escalera y torcimos a la derecha por el amplio corredor donde se hallaban los salones de clase de la secundaria. Estaba todo bastante silencioso porque a esa hora el liceo no funcionaba. A la derecha del corredor -frente a los salones- estaban las vitrinas de madera iluminadas por la luz del día que entraba por las ventanas que cada tanto se abrían en esa pared. Eran una serie de cinco o seis con varios estantes de vidrio, distribuidas a lo largo del corredor y una más grande al fondo del pasillo junta a la puerta del laboratorio de química y física.

Cada una tenía varios animales disecados. Nosotros queríamos observar todos esos bichos y cosas raras que se encontraban tras los vidrios y que nos llamaban la atención. Caminamos sigilosos tratando de no hacer mucho ruido y comentando en voz baja, no fuera que alguien nos corriera. Avanzamos despacio y nos detuvimos a observar las distintas especies que se exhibían cada una con su respectivo cartelito de cartón donde figuraban el nombre común y el científico y alguna otra característica. Había un coatí disecado, una lechuza, un gato montés y algunas aves pequeñas. También insectos, pinchados con alfileres sobre plataformas de espuma-plast como escarabajos y mariposas.

El silencio continuaba, sólo se escuchaban los gritos apagados de los otros niños que jugaban un partido de fútbol en la cancha principal, afuera, en el patio. Cuando llegamos a la última vitrina, que estaba sobre la pared del fondo, nos detuvimos curiosos ante una serie de implementos científicos, había tubos de ensayo y balanzas y otros objetos de los que no teníamos ni idea lo que eran.

Estaba mirando atentamente un mechero cuando uno de los compañeros que iba con nosotros gritó:

–“¡Miren ahí –y señaló- la sangre de Frankenstein!”

Yo vi un líquido rojo dentro de un tubo raro y el cartel que decía la palabra “Frankenstein”, sentí como un golpe en el estómago, y todos salimos corriendo asustados.


Volvimos al patio y yo no me podía sacar la impresión de lo que había visto. Así que el monstruo de Frankenstein existía y alguien había conseguido guardar parte de su sangre, allí. En mi mente de siete años, no cabían dudas. Y le di vueltas el resto del día a esa idea en mi cabeza.

Cuando llegué a casa seguía sintiéndome mal y creo que mi madre se dio cuenta porque me preguntó si me pasaba algo. A lo que yo respondí negativamente. No quería que ella supiera que había hecho algo indebido en el colegio. Pero se ve que la impresión había sido fuerte porque esa noche soñé con Frankenstein y me desperté gritando como me pasaba casi siempre que me asustaba por algo.

Al otro día por supuesto vinieron las preguntas de mis padres.

-¿Qué te pasaba anoche que gritabas? ¿Tuviste una pesadilla?

Yo seguía sin contarles nada.

Al fin, luego de mucho rato de preguntas largué prenda y les conté lo que había visto.

-¡Era la sangre de Frankenstein, yo la vi!

Mi madre se puso a reír y mi padre me dijo:

-No, Marito, ¿cómo puede ser? ¡Si Frankenstein no existe, es un personaje inventado!

-Ha de ser otra cosa –aseguraba entre risas mi madre- ¡vos leíste otra cosa, era algo de química o vaya saber qué!

Pero yo seguía insistiendo, seguro de lo que había visto.

-Bueno -dijo mi padre decidido -¿sabés lo que vamos a hacer? Vamos a ir hoy a la escuela y nos vas a mostrar eso que viste. Así te convencerás que no existe Frankenstein.

No me hacía mucha gracia volver allí, pero yendo con mis padres no habría mucho peligro.


Salimos los tres, yo iba nervioso pero convencido de tener razón. Llegamos a la escuela, entramos y no bien subimos por la escalera, les dije: ¡Es allá! Y les señalé la vitrina del fondo.

-¡Bueno, vamos! –dijo mi padre, ¿a ver dónde está?

Cruzamos el corredor que se hallaba vacío y silencioso -igual que el día anterior- y la luz del sol que entraba por las ventanas iluminaba las vitrinas.

Caminamos hasta el final y a medida que nos acercábamos yo me sentía cada vez más nervioso y a la vez más seguro de mi mismo. ¡Ahora iban a ver mis padres como yo tenía razón, porque Frankenstein existe y ahí se hallaba la prueba!

-¡Allí! –les señalé donde se encontraba el tubo con forma rara y la sangre.

-…Ahí dice… “Pulsómetro de Franklin” –aseguró mi madre con voz de triunfo. Mi padre sonreía.

Yo quedé paralizado y leí atentamente la tarjeta que había sido escrita a mano. Realmente decía Franklin y no Frankenstein y ni rastros de la palabra “sangre”.

-Ese líquido, es agua coloreada –aseveró mi padre.

El tubo de vidrio era largo y cada extremo terminaba en una esfera del mismo material. En una de esas esferas se hallaba “la sangre” que yo había visto.

-Bueno, ¿te convenciste? –preguntó mi padre. ¿Estás más tranquilo ahora? ¡Y a ver si esta noche no gritás!

Nos fuimos caminando por donde habíamos venido.

Me sentía algo decepcionado pero a la vez mucho más aliviado de saber que mis padres tenían razón –como la mayoría de las veces- y que Frankenstein no existía o por lo menos que allí no había nada de él por lo que pudiera temer…


sábado, 2 de marzo de 2024

Útiles

 

         Teníamos que comprar los útiles para la escuela. Con mi madre y mi hermana, fuimos a la librería Barreiro y Ramos que quedaba a la vuelta de casa, en el Paso molino.

El edificio era antiguo con el frente oscurecido por el tiempo y las vidrieras repletas de los libros de texto multicolores para la escuela y el liceo del año que comenzaba. 

En el centro del salón se amontonaban varias mesas colmadas de cuadernos y útiles; y en las estanterías que llegaban hasta el techo podían verse cientos de libros de distintos grosores y colores. Muchas madres con sus hijos esperaban turno para ser atendidas por los empleados que no daban abasto con tanta demanda. Los chiquilines deambulaban por el salón, mirando mientras aguardaban. 

Mi madre había llevado bastante dinero para comprar todo lo que necesitábamos para ese año. Ya me habían comprado la túnica blanca nueva porque la otra estaba deshecha, un pantalón vaquero Far West que era bien abrigado para el invierno y los zapatos Incalflex nuevos también porque los otros ya me quedaban chicos y también estaban destrozados. 

El murmullo iba en aumento en la medida que se amontonaba más gente y los chicos se impacientaban, porque se acercaba la hora de cerrar. Los empleados  apurados trataban de conseguir todo lo que les pedían. Algunos chiquilines ya se iban cargados de montañas de libros y cuadernos, felices. 

A mí me llamó la atención un globo terráqueo grande que había en una estantería, tan lleno de colores donde mostraba todos los países del mundo sobre el fondo azul que representaba los océanos. Estaba inclinado sobre su eje y se podía hacer girar.

-¡No toques eso -me retó mi hermana -que lo podés romper y después mamá lo tiene que pagar!

Pero yo no le hice caso y lo seguí mirando. A mi la geografía me encantaba y ver todos los nombres de los países, algunos tan raros y lejanos.

-¿Ves? -le dije a mi hermana -Acá estamos nosotros -le señalé el diminuto país que apenas se veía -¡Y cuando yo sea grande voy a viajar por todo el mundo!

-¿Ah, sí? -se rió mi hermana-.

-¡Sí, voy a viajar a China, a la U.R.S.S. y también a Japón porque voy a ser una persona muy importante! -le aseguré.

-Bueno -se desentendió ella -¡Pero ahora estás acá y mejor que prestes atención y saques buenas notas!

-¡Yo me saqué buenas notas en Geografía! -le retruqué enojado-.

-Sí, ¡pero en Aritmética no y en Historia tampoco! 

La Historia a mi me aburría un poco y la Aritmética me resultaba difícil con todos esos problemas... Pero las tablas de multiplicar me las aprendí de memoria. Y la geometría me encantaba.

Nuestra madre nos llamó porque ya la iban a atender. 

-Yo quiero ese globo terráqueo -le pedí.

-Bueno, después vemos. Ha de ser caro y tenemos bastantes cosas que comprar -me aseguró ella -Pasame la lista de los útiles. 

Se la dí.

-A ver... cuatro cuadernos de 100 hojas rayadas, dos de 50 hojas rayadas y un cuaderno de dibujo de hojas blancas -pidió mi madre. 

El dependiente -un hombre flaco y canoso- los trajo.

-También precisa una cartuchera!

-¡Que sea bien grande para poder poner de todo! -le aclaré.

El hombre nos mostró varios modelos. Simples y de dos pisos, con cierre de metal.

-¡Esta quiero! -aseguré- Era preciosa, con un dibujo escocés en rojo y azul.

-Dos lápices Faber n°2, negros, una caja de lápices de 12 o 24 colores, una goma de pan, un sacapuntas de metal... ¿Qué más...?.

-¡También preciso el juego de geometría!

El dependiente nos mostró:

-Este viene con semicírculo, un compás, una regla chica y dos escuadras...-

-Un frasco de goma líquida para pegar o cascola y un paquete de papel glacé de colores... 

-¿Está todo? -preguntó mi madre.

-Sí, ahora faltan los libros.

Me acerqué y leí la lista. 

-Preciso el libro de lectura para cuarto año, el de Historia del Uruguay, el de Geografía... 

El empleado iba y venía trayendo y apilando sobre el mostrador lo que le íbamos diciendo. Cada vez la pila crecía más.

-También necesito un Diccionario Escolar-.


Algunos de los libros eran los mismos que había usado mi hermana y no necesitamos comprarlos. Otras veces los comprábamos de segunda mano. Íbamos a la librería de usados que salían más baratos. Pero mi hermana había pasado al liceo y todo era distinto.  

Por suerte no teníamos que comprar cartera. Usaría la misma de cuero marrón que tenía dos bolsillos con broches plateados y que llevaba hacía un par de años.

El olor a papel y cartón se mezclaba con el de las maderas de los estantes y los mostradores. Mi hermana quería una caja de lápices de colores grande, de esos con 48 colores pero eran caros. A ella le encantaba dibujar. A mi, no mucho. Me gustaba más jugar a la pelota.

-Ella necesita una caja de colores Caran d'ache -le dijo mi madre al dependiente. 

El hombre trajo una con 36 lápices y otra con 48 y le dijo los precios. Mi hermana se acercó a mirarlas. El hombre abrió una. Era de lata con un dibujo de muchos colores donde estaban puestos todos los lápices cada uno en su canaleta para que no se movieran.

-Preguntale cuánto sale el globo terráqueo -le recordé.

-¡Ahora no, m'hijo! -me reprendió. -Cuando venga tu padre le pedís a él o a tu abuelo que le gusta hacerte regalos.

-¡No vale! -me quejé –¡A ella le comprás los lápices y a mi no me comprás lo que quiero!

-Ella precisa los lápices porque empieza el liceo y tiene que tener de los buenos porque le exigen para Dibujo y si no capaz que no saca buenas notas. 

Mi hermana se dio vuelta y me sacó la lengua burlándose. Yo le pegué una piña en el hombro.  

-¡Ay... portate bien, Carlitos que estamos en un comercio! -me retó mi hermana.


Al final, luego que mi madre pagó todo, salimos con dos enormes paquetes, uno cada uno. Mi hermana iba feliz porque llevaba la caja de colores que quería. 

Ya había oscurecido y muchos comercios habían bajado las cortinas. Los automóviles y ómnibus andaban todavía por la calle y algunas personas iban o venían apuradas, llegando de los trabajos. 

Entramos a casa cargados con los paquetes y yo me puse enseguida a mirar los libros. Mi hermana lo primero que hizo luego de lavarse las manos fue abrir la caja de colores y ponerse a pintar en unas hojas blancas grandes. Los colores eran preciosos, acuarelables. Pero como estábamos muertos de hambre, pronto nos fuimos a tomar la cocoa y a comer algo. Nuestro padre llegó un rato después y nos saludó con un beso. Le mostramos lo que habíamos comprado y mamá le contó lo que habíamos hecho. Yo aproveché para decirle del globo terráqueo. 

-¡Un globo terráqueo! Yo siempre quise tener uno -empezó con gran entusiasmo pero luego vio a mi madre que lo miraba con cara de reproche y acotó: -¡...bueno, pero primero vamos a ver como vienen esas notas! -y me guiñó un ojo-.

-¡Voy a tener que estudiar mucho! -dije resignado a mi madre. 

¡Aunque me parece que me lo voy a ganar de todas formas!