Yo conservo un álbum de figuritas que quiero mucho: “El Zoo color”. Pero no fue el primero que tuve; a los 7 años me compraron “El por qué de las cosas”. Como decía su título se trataba de una serie de preguntas sobre cantidad de temas. Los fenómenos naturales, la ley de la gravedad, las estaciones espaciales, los sueños, siempre realizando la pregunta “¿por qué…?” y luego contestándola en las figuritas correspondientes. De modo que al ir completando cada página se iban respondiendo las preguntas.
Pero el Zoo Color, era magnifico –aún lo guardo- ya que traía animales de todo el mundo. Al abrirlo se veían hermosos paisajes a doble página, pintados a todo color, de los distintos hábitats del mundo: la sabana africana, la estepa asiática, el altiplano americano, los bosques de Europa, las zonas polares... En los paisajes se adivinaban las figuras de los animales que allí vivían pues en cada página estaban sus siluetas en blanco con el número correspondiente y así al pegar las figuritas se terminaba de completar la imagen del paisaje a la manera de un verdadero cuadro multicolor.
Con el álbum venían dos o tres sobrecitos de nylon con tres figuritas cada uno.
Con gran entusiasmo rompí los sobres para ver cuáles eran los primeros animales que podría completar.
Allí apareció el tigre de bengala que iba en la doble página de la jungla asiática. Estaba echado sobre la hierba con sus rayas oscuras y anaranjadas, la cabeza en alto, vigilante y su recia prestancia. A su alrededor había varias cañas de bambú y árboles exóticos y se veía la orilla de un río azul. Y en otro de los sobres también venía un tapir y un bicho muy raro que yo no conocía: el fenec -una especie de zorro del desierto africano-. En blanco quedaban aún las figuras que sólo podía adivinar por los nombres que se encontraban a pie de página junto a una pequeña reseña sobre el clima y sus características que completaba la información.
Era una alegría cuando mi madre o mi padre me daban unas monedas para que me comprara las figuritas. Me iba hasta el saloncito de la vuelta de casa y le pedía a Don Manuel los sobrecitos del Zoo Color. Después, volvía corriendo a casa para ver los números y las iba pegando en el álbum con goma líquida o cascola, o cuando no tenía o había poca plata, con engrudo que mi madre me enseñó a preparar con un poco de harina y agua.
Poco a poco, éste iba tomando forma. Lo interesante era que los animales aparecían en actitudes muy naturales, algunos cazando, otros subidos a los árboles, las aves volando por el cielo azul...
En el desierto de Norteamérica, por ejemplo, que tenía el cielo del atardecer pintado de rojos y anaranjados se encontraba una docena de animales: un coyote, un zorrillo con su cola parada, un lince subido a un gran cactus verde, una víbora de cascabel enrollada en un tronco...
El problema era que las figuritas venían de manera aleatoria y por lo general se repetían. Eran 300 figuritas y por lo tanto, cuanto más sobrecitos compraba más se repetían. Entonces empezaba la segunda etapa: ir juntando las repetidas para cambiarlas con los amigos del barrio o los compañeros de la escuela que coleccionaran también el álbum.
Provisto de un mazo de figuritas que llevaba en el bolsillo de la túnica todos los días me aprestaba a cambiárselas en los recreos de la escuela. O a veces a ganármelas jugando a la "levantadita".
-Te cambio la 12 que la tengo repetida y la 85, ¿cuáles tenés vos?
-Yo tengo la 25 y te la cambio por la 12.
-Bueno. También tengo la número 222 y me faltan la 225, la 48...
Y así iba juntando y llenando las páginas.
Pero aún así, había figuritas muy difíciles que no salían en los sobrecitos. Esas las teníamos que comprar a los que las revendían.
Los domingos iba con mis padres a la feria de Tristán Narvaja para conseguir comida para las gallinas y los conejos que teníamos en el fondo de casa.
En la feria, el bullicio de la gente era continuo. Entre los puestos de frutas y verduras también estaban los que vendían discos de vinilo, mesas con libros y antigüedades, algunas mascotas como hamsters en sus jaulitas y un largo etcétera. Los pregones de los puesteros se mezclaban con las conversaciones de la gente y también con las músicas de quienes probaban discos.
En la vereda, contra la pared de alguna casa se ponían los revendedores de figuritas. Generalmente usaban una valijita o un cajoncito con reparticiones donde tenían las de los distintos álbumes que se estaban coleccionando en ese momento.
Había más de un vendedor, cada tantos metros se hallaba alguno y mi padre iba preguntando por las figuritas que me faltaban. A veces no las tenían o pedían demasiado por ellas. Yo le iba cantando los números a mi padre y él me compraba cinco o seis, según los precios.
-Esta sale 10 pesos -decía el vendedor. -La 28, no la tengo... la 201 es muy difícil, está a 30 pesos...
Yo llevaba la lista de todos los números que me faltaban y los iba tachando a medida que los conseguíamos.
A la semana siguiente volveríamos, para comprar más si no tenía suerte de conseguirla con mis amigos durante la semana.
Pasados algunos meses y cuando ya vencía el plazo para el sorteo final, tratamos de completar el álbum como fuera porque debíamos llevarlo con todas las figuritas pegadas para que lo sellaran y pudiéramos participar del sorteo.
"Nuestro Mundo" se llamaba la empresa que lo distribuía. Estaba en una de las calles que salen a 8 de octubre y Bulevar Artigas.
El día que fuimos, creo que era un sábado de mañana, estaba gris y amenazaba lluvia y era el último día de plazo. Con mis padres hicimos la larga cola en la vereda donde se mezclaban adultos y niños con los ejemplares del Zoo Color en la mano. Todos ansiosos por llegar al mostrador -dentro del local- donde revisaban los álbumes. Cuando por fin nos tocó a nosotros, el hombre pasó cada página rápidamente para comprobar que no faltara ninguna figurita y luego procedió a estamparle un sello de goma con el logo de la empresa.
Recién ahí pudimos llenar los cupones para el sorteo que se realizaría algunos días después y con los que mi padre esperaba compensar con algún premio. Pero no tuvimos suerte.
A mi, en realidad, lo que me gustaba era mirar el álbum y ahora más, con los 300 animales que lucían en los diferentes paisajes. Cada uno con el nombre común y el nombre científico, en latín, entre paréntesis en la parte de abajo de la página.
El jerbo, una especie de ratón de cola larga y saltarín del desierto africano; o el frinocéfalo, que es una especie de lagartija verde pero con cabeza roja de la estepa asiática. Me encantaba mirar los "bichos raros" de Oceanía, como el emú -una especie de avestruz pero de cuerpo más largo-, el lobo marsupial -con su aspecto feroz- y el Koala con su cría fuertemente asida a su lomo en lo alto de un eucaliptos. Pero la estrella sin duda de esa página era el ornitorrinco, un mamífero con pico de pato que a pesar de ser real parece salido de un libro fantástico, animal tan inverosímil como difícil de pronunciar.
Desde entonces, cada tanto vuelvo a admirar el álbum que tan difícil me fue llenar pero que me encanta porque me retrotrae a la infancia, esa época en que todo estaba por descubrir...