Sergio
Canapé era un hombre joven que había caído en la desgracia –como tantos otros-
de volverse un adicto. Debía recurrir a las artimañas más retorcidas a fin de
obtener la mercancía tan codiciada.
Una
fría noche se quedó sin sustancia. Salió a la calle, presuroso, con creciente
ansiedad ya que no había conseguido nada para fumar y los síntomas se hacían
evidentes. La abstinencia obligada lo ponía muy nervioso y tenía dificultades
para pensar. Había poco movimiento -salvo los autos que circulaban por 18 de
Julio- no andaba nadie por la calle. Caminó en silencio. Creyó divisar la
silueta desgarbada del “Cuzco” –que como era habitual disimulaba la venta
ilegal en el puesto de garrapiñada-. Sergio no tenía mucho dinero pero
regateando quizás consiguiera lo suficiente para pasar la noche más tranquilo.
Miró
a todos lados y se aseguró que nadie lo viera acercarse. Alguien más se había
arrimado al vendedor. ¿Sería otro comprador o algún milico de particular que
intentaba atraparlo? Sergio esperó unos segundos, simuló mirar la vidriera de
uno de los comercios que había en la cuadra y aguardó expectante. Por fin, el
otro hombre se fue – el peligro había pasado- entonces continuó sus pasos hasta
el garrapiñero. El aroma a cacao tostado le llegaba con suavidad.
-Hola
–le dijo intentando disimular su temblor al hablar –necesito más de aquello que
me diste la semana pasada-.
-Está
bien –le contestó secamente el otro – pero te va a salir más caro esta vez.
-Pero,
por favor… es que estoy con los síntomas.
-Vos
sabés, la cosa está difícil. La cana nos sigue los pasos y hay que coimearlos
para que te dejen tranquilo. Hace poco agarraron otro “transporte”.
-Sí,
está bien. Decime cuanto –balbuceó Sergio, que ya no podía aguantar la
desesperación.
-Veinte
–replicó el otro.
-Mirá,
tengo quince nomás, esta semana ha estado muy dura.
El
“Cuzco” lo miró de arriba abajo y le dijo –por eso no puedo darte más que un
par.
-Sí,
no importa, ¡pero dale porque no aguanto más! –Le dio el dinero.
El
otro miró disimuladamente a ambos lados por si se acercaba alguien y sacó un
paquete ya armado de garrapiñada. –Están dentro –dijo en voz baja y se lo
entregó. Y subiendo la voz dijo –¡A la más rica garrapiñada del país… calentita
la garrapiñada! –para que oyeran los del auto que pasaba justo en ese instante
delante de ellos.
Sergio
corrió hasta su edificio con el paquete en la mano; subió la escalera de dos en
dos y entró rápidamente al apartamento, casi sin aliento. La luz de la calle
entraba a través de la persiana. Algunos granos se desparramaron por el suelo
en el apuro al abrir el paquete y entonces vio los dos cigarrillos de color
blanco que se destacaban entre la garrapiñada. Los miró unos segundos con
ansiedad y buscó el encendedor oculto detrás de un zócalo del living. Se sentó en
el suelo. Puso el cigarrillo en su boca con los dedos temblorosos y pulsó la
ruedita del encendedor con el pulgar. Inmediatamente surgió una llamita
amarilla que se puso a bailar ante sus ojos. La acercó al cigarrillo y aspiró
profundamente. Sintió el sabor acre del tabaco y lo saboreó. Ya se sentía
mejor.
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