Cruzando al otro lado
Había
llegado hacía dos meses a Montevideo. Tuve que dejar a mis padres allá lejos y
adaptarme a vivir sola. la primera noche cuando me acosté a dormir me vino al
pánico. Todo era diferente: la cama, la habitación, la ciudad, todo. Y yo
estaba sola, sin conocer a nadie. Estaba dispuesta a volverme. Haría las
valijas y me iría a la agencia de ómnibus a esperar uno que me llevara a casa
otra vez. Pero después lo pensé, si me volvía, nunca más iba a regresar a
Montevideo. Yo quería estudiar, hacer una carrera. Si no pasaba esa noche
perdería mi futuro.
Fue
difícil pero lo conseguí. Dormí con la luz encendida, tuve pesadillas pero la
noche pasó.
Al
otro día me encontraba más calmada. Salí a la calle con el dinero en la
cartera. Dieciocho de Julio me asustaba, en aquella época a partir de Ejido no
tenía semáforos. Todo era rápido, los autos zumbaban ante mi. Caminé por la
acera sur rumbo a la Universidad para apuntarme en los cursos de Derecho.
Estaba lleno de gente. Demasiadas caras nuevas en la ciudad.
Siempre
iba y volvía por la misma acera sin atreverme a cruzar la avenida. Conocía la
ciudad pero sólo de un lado.
Poco
a poco me fui adaptando a la nueva vida. Tuve que aprender a lavarme la ropa.
Recuerdo que el primer día que me lavé las sábanas tuve que tirarme a
descansar, todo el cuerpo me dolía. Yo estaba viviendo con una tía vieja a la
que apenas le daba para hacer sus cosas. No tenía estufa así que en invierno
pasé frío. Como tampoco tenía calefón me debía bañar con agua fría.
Todo
el primer mes fue duro y el dinero que me enviaba mi padre se me fue en quince
días. Le escribí para que me mandara más. Tuve que aprender a administrarme
mejor porque él me advirtió que sólo me mandaría una vez por mes.
Una
tarde de lluvia me tomé un ómnibus para ir a clase. Aguardé en la parada,
nerviosa, bajo el paraguas que chorreaba. Cuando se acercó el ómnibus le hice
señas como había visto hacer a otras personas y con el dinero en la mano pagué
el boleto. Le pedí al guarda que me avisara donde me tenía que bajar. Me senté
en el único asiento libre que había y comencé a mirar por la ventanilla para
conocer el recorrido. Al volver ya no llovía así que me fui caminando a casa.
Ese día me planteé que debía cruzar Dieciocho de Julio. Con el resto de las
calles no tenía problemas, pero con ésta no podía. Miraba pasar los coches a
toda velocidad. No había nadie que regulara el tránsito y cada vez que ponía un
pie debajo del cordón de la vereda me estremecía toda al pensar que un auto
podría matarme. Estaba allí pensando que en mi ciudad no existían esos peligros
y que quizás no debía haber venido. Todos parecían locos, sabía que ocurrían
muchos accidentes aquí. Pero me decidí, ¡tenía que hacerlo!.
Esperé
hasta ver un claro entre los coches y entonces crucé hasta la mitad con el paso
acelerado. Un motor rugió detrás de mi. Otros coches se aproximaban en sentido
contrario. Estaba en el medio de la calle y no podía continuar. Más coches se
acercaban peligrosamente de ambos lados y el ruido me parecía tremendo. Por
unos segundos quedé paralizada allí, sintiendo el viento que se levantaba a mi
alrededor, con los ojos cerrados; luego los abrí. En ese momento parecía que
los coches estaban más distanciados, entonces aproveché a correr hasta la acera
de enfrente. Al subir a la vereda sentí un alivio muy grande. Había realizado
una hazaña. Fue cuando empecé a conocer el otro lado de la ciudad.
Es verdad que feo!!
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