Era el 2 de abril de 1982. Vimos en la televisión la noticia de que el ejército argentino tomó por la fuerza las islas Malvinas y le declaró la guerra al Reino Unido.
Mi
padre exclamó:
-¡Ay,
justo ahora que ya tenemos los pasajes para ir a Buenos Aires,
mañana!-
Mi
madre y yo pensamos lo mismo. Ya estábamos acomodando la ropa y
demás objetos que íbamos a llevar para el viaje en nuestros bolsos.
El
temor de la guerra que se vendría nos invadía a todos. En la
televisión las imágenes mostraban al dictador Leopoldo Fortunato
Galtieri en el balcón de la Casa Rosada siendo vivado por el pueblo
argentino reunido enfrente, en la Plaza de Mayo y los comentarios de
gente que era entrevistada sobre el tema. “Las Malvinas son
argentinas” decían orgullosos y desafiantes.
Una
semana antes, Galtieri estando en el mismo lugar enfrentaba a la
multitud que se hallaba en la misma plaza pero demandando y
protestando por las condiciones de vida y contra la dictadura.
El
día 3 de abril salimos rumbo a la agencia de viajes cargando
nuestros bolsos pensando que después de todo las Malvinas estaban
muy lejos de Buenos Aires, a miles de kilómetros y que si los
ingleses enviaban tropas demorarían en llegar.
Tomamos
el ómnibus que nos llevaría a Colonia donde haríamos el transbordo
al barco que nos cruzaría el Rio de la Plata.
Yo
tenía entonces 17 años y no conocía la capital argentina.
Recuerdo
que en el barco el comentario general de todo el mundo giraba en
torno a la Toma de las Malvinas. Algunos aplaudían el hecho, otros
lo criticaban pero en general había cierto temor sobre el problema
que se avecinaba si se desataba la guerra.
-Si
quieren venir, que vengan... le presentaremos batalla - había dicho
Galtieri desafiando al gobierno de Margaret Thatcher, la “Dama de
Hierro” como se la conocía.
Llegamos
al puerto de Buenos Aires una tardecita apenas fresca y para mi todo
era novedad. Desembarcamos, yo, con mi ansiedad de conocer esa ciudad
que a mis padres les encantaba.
Luego
de pasar por la aduana y las revisaciones de rutina tomamos un taxi,
de la larga fila que se concentraban allí para trasladar a los
visitantes a sus destinos respectivos. En nuestro caso, nos
alojaríamos en un hotel del centro.
No
bien arrancó el taxi me puse a mirar por la ventanilla los
edificios, las plazas, la gente. Lo primero que me llamó la atención
fue la cantidad de banderas argentinas que se veían en muchos
edificios.
El
taxista, un hombre de mediana edad, morocho, hablaba con alegría y
nos preguntaba por nuestro viaje. Mi padre y mi madre le explicaban
que estábamos por unos días y que yo era la primera vez que llegaba
a la ciudad. En un determinado momento, con tono exultante dijo el
taxista: - Y... ¿qué se dice allá en Uruguay sobre lo de las
Malvinas? -
Mi
padre le contestó algo que supongo hasta hoy se ha de estar
acordando.
-
Que una guerra se sabe como empieza pero no se sabe como ni cuando
termina-.
El
taxista se rió como quitándole importancia pero la frase no pareció
caerle muy bien.
Llegamos
al hotel, situado en Avenida de Mayo a poca distancia de 9 de Julio.
Era un edificio antiguo pero bien conservado. La habitación que nos
tocó era confortable y amplia, con muebles de estilo y muy buen
gusto.
Desde
la ventana de mi habitación que daba a la calle podía verse una
larga fila de muchachos apenas un poco mayores que yo, con 18 o 20
años que desde la mañana temprano se acercaban a la oficina de
enrolamiento para ir a “pelear a las Malvinas”, con aspecto de
quienes van de campamento o de paseo, sin siquiera sospechar lo que
les esperaba.
Esos
días anduvimos por distintos lugares recorriendo las avenidas y los
comercios y siempre se veía a la gente con aspecto de contenta, se
oían comentarios sobre la guerra con voz de esperanza y de desafío.
En los kioscos, las revistas tenían impresos en su margen superior
izquierdo una franja con la bandera argentina y la leyenda “Las
Malvinas son Argentinas”. Ya se tratara de Patoruzú, Gente o El
Gráfico, todas decían lo mismo al igual que los diarios.
Recorrimos
la calle Corrientes con sus teatros y confiterías, caminamos por
Lavalle -la calle de los cines- y anduvimos por Florida, recorriendo
las múltiples tiendas. Me maravillé al andar en Subte, algo que
nosotros no tenemos y era toda una aventura transitar por los túneles
subterráneos y tomar los diversos trenes que por allí pasaban.
Verdaderamente
Buenos Aires era una fiesta. Toda la ciudad estaba iluminada y
embanderada. Legiones de transeúntes andaban por las veredas y los
restaurantes y comercios estaban repletos de gente hasta altas horas
de la noche. La ciudad contagiaba alegría.
Compramos
algunas cosas para llevar de recuerdo. El cambio estaba bastante
parejo entre nuestra moneda -el nuevo peso- y el argentino, aunque en
algunas cosas nos favorecía.
Volvimos
a Montevideo contentos y más tranquilos -sobretodo mis padres-
porque en casa parecía que ya no habría peligro si se desataba la
guerra. Pero luego las noticias dijeron que la Thatcher había
mandado barcos con tropas para defender las Islas Falklands -como las
llaman ellos- y las cosas se estaban poniendo complicadas. Estados
Unidos apoyaba a Gran Bretaña -algo que a Galtieri le falló en el
cálculo- y al parecer la URSS se ponía del lado de los argentinos.
Nuevamente el peligro de una guerra mundial se cernía sobre todo el
mundo.
Pero
a los argentinos, en general, eso parecía no importarles, su
patriotismo estaba totalmente exaltado, y ya nadie o casi nadie se
acordaba de los problemas económicos, ni que seguían viviendo bajo
una dictadura. Pronto comenzaron las primeras escaramuzas cuando las
tropas británicas llegaron a las islas.
Pasaron
los meses, y comenzaron a verse las enormes diferencias entre un
ejército mal preparado de jóvenes inexperientes contra un ejército
profesional acostumbrado a pelear en las grandes guerras. Llegó el
invierno y los pobres muchachos argentinos pasaban frio a pesar de
las múltiples capas de ropa que se ponían, sufrían el hambre y el
miedo. Se habló de los “gurkas” un grupo de soldados asesinos
que mandarían los ingleses, capaces de degollar a sus enemigos. Y yo
no podía dejar de recordar a los jóvenes que vi desde la ventana
del hotel yendo ingenuamente a enrolarse para hacerse matar por una
dictadura que trataba de perpetuarse en el poder.
En
Argentina, la euforia continuaba, las radios tenían prohibido pasar
música en inglés y el llamado rock nacional y el folclore tuvieron
una difusión y un crecimiento enormes. Había que apoyar lo
argentino. Aunque Charly cantara “No bombardeen Bs. As.”
Como
la mayor parte de los uruguayos, yo “hinchaba por nuestros
hermanos”, pero cada vez era más evidente que la lucha era
demasiado desigual y pronto llegó la derrota inevitable.
Cuando la guerra terminó, se vio la cara más cruel de la guerra.
Padres que lloraban la muerte de sus hijos, otros que volvían con
secuelas físicas o psicológicas terribles que hasta hoy cargan.
Luego
de la derrota, la dictadura tocaba a su fin, ya no había ningún
acto de pseudo - patriotismo que la sostuviera. Los problemas
económicos se agudizaron y la moneda se devaluó.
Por
este motivo, muchos uruguayos volvimos a Argentina porque ahora sí
el cambio nos favorecía y muchos íbamos a tratar de comprar barato
las mismas cosas que acá estaban dos o tres veces más caras.
A
mediados de setiembre, volví con mis padres a Buenos Aires. Pero
todo había cambiado. La alegría había desaparecido de los rostros
de la gente dando paso a una sensación de depresión generalizada.
Las banderas argentinas habían desaparecido de los edificios y
muchos comercios cerraban más temprano. La mayor parte de la gente
que andaba por las calles, menos iluminadas de noche, éramos sobre
todo los turistas.
Realmente
me impactó el cambio, era como visitar otra ciudad.
Cuando
regresamos a nuestro país, veníamos todos muy abrigados en el
ómnibus. Con buzos y casi todos con gamulanes recién comprados, a
pesar que ya empezaba a hacer calor. Pero no queríamos que en la
aduana nos quitaran lo que habíamos comprado barato. Algunos que
traían botellas de whisky o licor las abrían y tomaban un poco para
que no se las requisaran.
Y así
llegamos a Montevideo. Yo tenía una extraña sensación, mezcla de
la alegría que deja todo paseo y tristeza por ver cómo había
quedado Buenos Aires luego de la guerra.
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