Había
una vez, un señor que era muy respetuoso de todas las normas que le
imponía su sociedad.
Cuentan
quienes le conocieron que desde su infancia fue un niño muy
agradable y sumiso; su madre lo adoraba porque pensaba que sería el
ejemplo para los demás.
Un
día su mamá lo llevó a una esquina donde había semáforos para el
tránsito y le explicó como debía proceder ante tales aparatos. Le
dijo que siempre que viera la luz verde cruzara sin miedo pero
mirando y escuchando atentamente a ambos lados (no fuera que algún
"loco de esos" lo atropellara con su coche). También le
indicó que la luz amarilla era de advertencia y que no cruzara si
veía que no le daría tiempo a llegar al otro lado. Pero le advirtió
severamente e incluso lo amenazó con castigarlo -y él sabía que lo
haría- si llegaba a cruzar con la luz roja:
-¡Jamás
cruces con la luz roja! -le dijo. Y él obedeció.
En
la escuela era un niño que siempre estaba solo; durante la clase no
hablaba con nadie y siempre atendía a lo que su maestra le enseñaba.
Nunca jugaba con los demás niños en el recreo y cuando salía de la
escuela lo hacía en último lugar, para no correr ni cansarse;
porque "¡Dios no lo permita, que transpire y le quede ese olor
inmundo bajo los brazos, una verdadera ofensa para los demás!".
Siempre
estaba bien peinado y perfumado, su madre se preocupaba de que su
túnica estuviera impecable, sin una mancha ni una arruga. Todo esto
le valió las burlas de sus compañeros que lo acosaban y lo llamaban
"el almidonado".
Todos
los domingos iba a misa con su madre, decía sus oraciones al irse a
dormir y jamás hablaba sin permiso.
A
medida que fue creciendo los muchachos de su edad se fueron alejando
de él. Vivía con su mamá; leía solamente lo que le estaba
permitido y se acostaba a las diez, todas las noches.
No
tenía amigos ni amigas, a no ser por unos primos, tan educados como
él. Tampoco tenía novia; lo que le valió el apodo de "mariposón".
Cuando
comenzó a trabajar mantuvo su conducta ejemplar. Llegaba al trabajo
quince minutos antes de su horario y no faltaba ni siquiera en los
días de paro -lo que le valió el apelativo de "carnero"-
porque para él, el trabajo era sagrado y no se debía poner en
cuestión las decisiones del patrón.
Dicen
que cuando por fin se casó contaba con cuarenta años. A su esposa
la eligió su mamá un domingo en la iglesia. Fue entonces cuando él
se le declaró en el momento de comulgar.
Ella
había sido educada en un ambiente familiar muy puritano y de no ser
por él, hubiera terminado de monja.
Luego
de un formal noviazgo que duró tres años, los padres de ambos
hicieron los preparativos para la boda.
Después
de casados se fueron a vivir a la casa de él, junto con su madre. No
tuvieron hijos y durante varios años vivieron felices los tres, en
su ordenada vida.
Una
noche muy fría de invierno tuvo que quedarse a trabajar hasta muy
tarde y al regreso sufrió un infortunio que le costó la vida.
Salió, llovía a cántaros, había viento fuerte y ni los perros se
asomaban por la calle. Caminó una cuadra, se acercó a la esquina y
como siempre esperó a que cambiara la luz...
Lo
encontró un taxista a las tres de la madrugada, acurrucado al pie
del semáforo en rojo que no funcionaba. Debió haber esperado
demasiado...
Mención
de Honor "IV Concurso Internacional de Cuento" (1995)
Revista Cultural "Punto de Encuentro".
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